Homilía del señor arzobispo para el IV domingo del Tiempo Ordinario

“Al ver el gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos y Él se puso a hablar enseñándoles” (Mt 5, 1-12)

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The Sermon on the Mount Carl Bloch, 1890

El Evangelio de este Domingo presenta a Jesús subiendo a la montaña (la “montaña” simboliza el “lugar de Dios”…) y desde allí Jesús proclama dichosos, felices a los pobres, a los sufridos, a los que lloran y a los perseguidos… A todos los que, de una forma u otra, sufren y se sienten excluidos. Ser feliz quiere decir: su dignidad es grande, salgan de su pesimismo. Para ustedes es la Buena Noticia del Evangelio.

Todos ustedes son importantes. ¡Tienen suerte!, ¡Dichosos! Así se pronunció Jesús en lo alto de la montaña, y en esa única palabra, ¡dichosos! resumió todo lo que tenía que decirnos: “¡Dichosos! ¡Felices!” La felicidad es la aspiración más profunda del ser humano. Todos buscamos la felicidad. Y Dios es la fuente de esa sed de felicidad que llevamos dentro.

Jesús desde la “montaña” nos dice: ¡Sean felices! ¿Deseamos experimentar la felicidad que Jesús nos ofrece? La felicidad que Jesús nos ofrece no es el resultado de una búsqueda humana, sino el fruto de una experiencia profunda de relación con Dios. Esta felicidad representa una posibilidad que Él nos ofrece. Constituye su secreto. El secreto de la felicidad de Dios. Indudablemente todos buscamos la felicidad. Jesús nos propone una felicidad distinta, insólita, pero necesitamos acercarnos a Él como los discípulos del Evangelio de hoy y escuchar su Palabra. “Dichosos los pobres en el espíritu porque suyo es el Reino de los Cielos”.

Los pobres de espíritu (corazón) son los que no se apoyan en las falsas riquezas, porque se han encontrado con la verdadera riqueza en su interior. Jesús proclama dichosos a los pobres, no por el hecho de ser pobres, sino porque ha llegado para ellos el Reino de Dios, o sea, su liberación. Dichosos «los pobres de espíritu» (“anawim”, según Mateo), no es un atenuante, sino algo más exigente y profundo. No basta con ser pobres exteriormente, sino vivir desapropiados y con la confianza puesta Dios. “Dichosos los sufridos porque heredarán la tierra”. “Dichosos los sufridos” los que vacían su corazón de resentimiento y agresividad.

Hoy estamos golpeados por la violencia, por la dureza y por las asperezas y se nos hace difícil intuir la fuerza de la mansedumbre. Los mansos son dichosos, porque están libres de todo lo que no es esencial. “Heredar la tierra” en lenguaje bíblico, es símbolo de plenitud, de felicidad y de paz. Aparentemente la tierra pertenece a los ricos, a los opresores y a los que tienen éxitos. Por eso nos cuesta admitir que los mansos heredarán la tierra. “Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados”. Se trata del sufrimiento que es fruto de cualquier tipo de opresión y Jesús promete el consuelo porque Él trae la liberación definitiva a todo ser humano. Dichosos también nosotros cuando lloramos nuestros errores porque caminamos hacia una verdadera conversión. ¡Dios enjugará nuestras lágrimas! ¡Dios nos consolará! Un día, todos seremos consolados por Dios que es el verdadero consuelo más allá de toda palabrería.

“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”. Quiere decir que todos aquellos para los que la justicia es tan necesaria, como la comida y la bebida, Jesús les promete que ese anhelo va a ser saciado. Dichosos «los que tienen hambre y sed de justicia», los que no han perdido el deseo de ser más justos ni el afán de hacer un mundo más digno.

“Dichosos los misericordiosos”. La misericordia consiste en sintonizar de corazón con el otro y en actuar en consecuencia. Dichosos «los misericordiosos» que actúan, trabajan y viven movidos por la misericordia y la compasión. Son los que, en la tierra, más se parecen al Padre del cielo que es misericordioso. Dichosos si nos llenamos de la misericordia del Señor, así alcanzaremos también misericordia. “Dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios” se refiere a aquellos que son íntegros, honrados, sinceros, es decir, que todo en ellos es transparencia y sinceridad, sin ambigüedades.

Es decir, limpios de corazón. A esos, Jesús les promete que verán a Dios, quiere decir, que tendrán una profunda experiencia de Dios en sus vidas. “Dichosos los que trabajan por la paz”, es decir, los constructores de paz, los portadores de paz. Estos se llamarán “hijos de Dios”, se parecen al Padre que quiere la paz para todos sus hijos… En ese sentido serán llamados “hijos de Dios”. Sí, dichosos «los que trabajan por la paz» con paciencia y confianza, buscando el bien para todos. “Dichosos los perseguidos por causa de la justicia”. Ciertamente dichosos los que, perseguidos por actuar con justicia, responden con mansedumbre a las injusticias y ofensas.

Ellos nos ayudan a vencer el mal con el bien. La sociedad basada en la ambición de poder, de gloria y de riqueza, no tolera la justicia… Por eso, los que quieren ser fieles al Evangelio, encuentran dificultades, pero su recompensa será la experiencia de que Dios reina sobre ellos, de que Dios es su Rey. Las Bienaventuranzas son una invitación a la alegría: Los cristianos somos invitados a vivir la alegría y a dejar la tristeza, la inquietud excesiva y el victimismo complaciente. Naturalmente no se trata de una alegría barata que podemos encontrar en los mercados de la facilidad, siempre atestados de gentes.

Necesitamos no olvidar, que Jesús antes de partir nos ha dejado “su alegría” (Jn 15, 11) “y esta alegría nadie nos la podrá arrebatar”. Hoy volvemos al monte de las Bienaventuranzas y decimos a Jesús: “Señor, Tú nos abres el camino hacia una verdadera felicidad. Dinos, dónde está la fuente de tu alegría. Indícanos dónde se encuentra el reposo de tu corazón, dónde has encontrado el fuego que has traído a la tierra”.

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