En la celebración eucarística dominical que preside el Cardenal Óscar Andrés Rodríguez en la Basílica de Suyapa, al meditar sobre el Evangelio que narra las bienaventuranzas, indicó que,  “La felicidad que Jesús nos ofrece no es el resultado de una búsqueda humana, sino el fruto de una experiencia profunda de relación con Dios”.

Este Domingo presenta a Jesús subiendo a la montaña, la “montaña” simboliza el “lugar de Dios”, y desde allí Jesús proclama dichosos, bienaventurados, felices, porque el Reino de Dios no es un reino de tristeza ni de muerte, es un reino de vida y de felicidad. Rodríguez recordó que Dios indica que “Felices declara el Señor a los pobres, a los sufridos, a los que lloran y a los perseguidos… A todos los que, de una forma u otra, sufren y se sienten excluidos. Ser feliz quiere decir: su dignidad es grande, son hijos de Dios, salgan de su pesimismo”.

La felicidad es la aspiración más profunda del ser humano. Todos buscamos la felicidad. Y Dios es la fuente de esa sed de felicidad que llevamos dentro. Jesús desde la “montaña” nos dice: ¡Sean felices! ¿Deseamos experimentar entonces la felicidad que Jesús nos ofrece?  Esta felicidad representa una posibilidad que Él nos ofrece. Constituye su secreto. El secreto de la felicidad de Dios. Indudablemente todos buscamos la felicidad, pero Jesús nos propone una felicidad distinta, insólita, por eso, esta mañana tenemos que acercarnos a Él como los discípulos del Evangelio de hoy y escuchar su Palabra.

El Cardenal explicó cada una de las bienaventuranzas de la siguiente manera:

“Dichosos los pobres en el espíritu porque suyo es el Reino de los Cielos”. Los pobres de espíritu, los pobres de corazón, son los que no se apoyan en las falsas riquezas, porque se han encontrado con la verdadera riqueza en su interior. Jesús proclama dichosos a los pobres, no por el hecho de ser pobres, sino porque ha llegado para ellos el Reino de Dios, o sea, su liberación. Dichosos «los pobres de espíritu» con la palabra “Anawim”, según Mateo, no es un atenuante, sino algo más exigente y profundo. No basta con ser pobres exteriormente, materialmente, sino vivir desapropiados y con la confianza puesta Dios.

“Dichosos los sufridos porque heredarán la tierra”. Qué significa esto, “Dichosos los sufridos” los que vacían su corazón de resentimiento, de agresividad, de odio, de rencor. Hoy estamos golpeados por la violencia, por la dureza y por las asperezas, por la maledicencia y se nos hace difícil intuir la fuerza de la mansedumbre. Los mansos son dichosos, porque están libres de todo lo que no es esencial y su corazón está limpio.

“Heredar la tierra” en lenguaje bíblico, es símbolo de plenitud, de felicidad y de paz. Aparentemente la tierra pertenece al Estado, a los ricos, a los opresores y a los que tienen éxitos. Por eso nos cuesta admitir que los mansos heredarán la tierra, casi como que, el Señor Jesús está diciendo, no Señor, Tú no conoces este mundo, claro que lo conoce y aquellos que dicen que heredarán, cuantas veces lo que heredan son pleitos y se quedan divididos por cosas materiales, no es qué esta herencia nos toca a todos, cuanto dolor, cuanto sufrimiento, lo mejor es tener su corazón en paz, vivir en paz y no constantemente revolviendo tristezas y odios y resentimientos.   

“Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados”. Se trata del sufrimiento que es fruto de cualquier tipo de opresión y Jesús promete el consuelo porque Él trae la liberación definitiva a todo ser humano.

Dichosos también nosotros cuando lloramos nuestros errores, nuestros pecados, porque caminamos hacia una verdadera conversión. ¡Dios enjugará nuestras lágrimas! ¡Dios nos consolará! Un día todos seremos consolados por Dios que es el verdadero consuelo más allá de toda palabrería.

“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”. Quiere decir que todos aquellos para los que la justicia es tan necesaria, como la comida y la bebida, Jesús les promete que ese anhelo va a ser saciado. Dichosos «los que tienen hambre y sed de justicia», los que no han perdido el deseo de ser más justos ni el afán de hacer un mundo más digno. Que bien cae este Evangelio, en estos días en los cuales se está debatiendo la nueva Corte Suprema de Justicia y qué no puede seguir siendo lo mismo de todo el tiempo y del pasado. Allí están claras las palabras del Evangelio, por favor señores legisladores, escuchen la Palabra de Dios, escuchen que dice dichosos a todos los que tenemos hambre y sed de justicia, a todo este pueblo hondureño, que tiene derecho a tener justicia.

“Dichosos los misericordiosos”. La misericordia consiste en sintonizar de corazón con el otro y en actuar en consecuencia.  Dichosos «los misericordiosos» que actúan, trabajan y viven movidos por la misericordia y la compasión. Son los que, en la tierra, más se parecen al Padre del cielo que es misericordioso. Dichosos si nos llenamos de la misericordia del Señor, así alcanzaremos también misericordia.

“Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” se refiere a la pureza, se refiere  a la integridad, a aquellos que son honrados, que son sinceros, es decir, que todo en ellos es transparencia y sinceridad, sin ambigüedades.  Es decir, limpios de corazón. A esos, Jesús les promete que verán a Dios, quiere decir, que tendrán una profunda experiencia de Dios en sus vidas.

“Dichosos los que trabajan por la paz”, es decir, los constructores de paz, los portadores de paz.  Estos se llamarán “hijos de Dios”, se parecen al Padre que quiere la paz para todos sus hijos… En ese sentido serán llamados “hijos de Dios”. Sí, dichosos «los que trabajan por la paz» con paciencia y confianza, buscando el bien común, el bien para todos. La página contraria es evidente, no son dichosos los pobres de Ucrania, que están sufriendo una agresión injusta, de alguien que no trabaja por la paz y no podrá nunca ser dichoso.

“Dichosos los perseguidos por causa de la justicia”. por una justicia mal administrada o manipulada, los hermanos de la Iglesia de Nicaragua, injustamente llevados a tribunales, con acusaciones falsas, como pueden ser dichosos esos jueces, que saben que están actuando injustamente, creen ustedes que tendrán paz interior, o cuando dejen esos cargos, que van a poder dormir en paz, cuando la conciencia les está diciendo que han hecho mal.

Ciertamente dichosos los que, perseguidos por actuar con justicia, responden con mansedumbre a las injusticias y ofensas. Ellos nos ayudan a vencer el mal con el bien. Una sociedad basada en la ambición de poder, de gloria y de riqueza, no tolera la justicia… Por eso, los que quieren ser fieles al Evangelio, encuentran dificultades, pero su recompensa será la experiencia de que Dios vive en ellos, que Dios reina sobre ellos, de que Dios es su Rey. Las Bienaventuranzas no son un proyecto imposible, son una invitación a la alegría: Los cristianos somos invitados a vivir la alegría y a dejar la tristeza, la inquietud excesiva y el victimismo complaciente.  Naturalmente no se trata de una alegría barata que podemos encontrar en los mercados de la felicidad, siempre atestados de gentes. Necesitamos no olvidar, que Jesús antes de partir nos ha dejado “su alegría” así lo dijo en el Evangelio de San Juan en el capítulo 15 “y esta alegría nadie nos la podrá arrebatar”.

Hoy volvemos al monte de las Bienaventuranzas en esta bella Basílica, en un monte también elevado y nos ponemos a los pies de la madre, aquella que es la madre de la sabiduría y que nos enseña a hacer lo que Cristo nos diga. Madre del Cielo, Señora de Suyapa, enséñanos a gustar la verdadera alegría, la verdadera felicidad que es precisamente lo que tu hijo quiere para cada uno de nosotros. Hoy le decimos a Jesús: Señor, Tú nos abres el camino hacia una verdadera felicidad. Dinos, dónde está la fuente de tu alegría. Indícanos dónde se encuentra el reposo de tu corazón, dónde has encontrado el fuego que has traído a la tierra y quieres que arda, por eso, como los discípulos de Emaús, en este camino sinodal, caminemos alimentados por la Santa Palabra, que nos explica el Señor Jesús, por el pan eucarístico que Él parte con nosotros en el camino. Sigamos el camino sinodal hasta que ardan nuestros corazones. Amén.                    

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