Reflexión | La alegría de la resurrección

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Columnista Semanario Fides, Portavoz C.E.H y arquidiócesis de Tegucigalpa

Cada año somos invitados, como fieles creyentes y habiendo renovado nuestras promesas bautismales a celebrar la alegría de nuestra salvación, de nuestra redención. No es que exactamente el tema de la alegría esté muy de moda. Fuera, evidentemente, del programa de Suyapa Medios que se llama “Alegre la mañana que nos habla de Dios”. Sin embargo, la alegría es la nota característica de nuestra fe. No creemos en Dios, no creemos en Cristo para llevar una vida amargada, desilusionada y frustrada. Nuestra vocación es la alegría. Sin duda, habrá muchos qué pensarán, después de visto todo lo que hemos vivido en los últimos dos años y agravado por la crisis provocada por la guerra, por la violencia interna, por la corrupción y por el crimen organizado, hablar de la alegría, de vivir en la alegría parece una cosa de ilusos.

El asunto es que, si no hablamos de la alegría, de la alegría de la resurrección, de la alegría del Evangelio y de la alegría de la fe, estaríamos desvirtuando el cristianismo. Nuestra vocación a la alegría nos salva de una vida mediocre, ensimismada, egocéntrica, vacía. La alegría va vinculada al amor. Nunca sin Él. De hecho, la verdadera alegría es sinónimo de amor.

El amor verdadero es sinónimo de alegría. Decir que necesitamos vivir la alegría es en otras palabras decir que necesitamos amar. La belleza que salva el mundo es el amor. No un amor cualquiera porque no es un amor cargado de sentimentalismos sino un amor oblativo, entregado, donado. Como el de Cristo. En este mundo nuestro no cuenta el actuar como actúan los otros con espíritu revanchista y alimentando, alimentándose de odio. Aunque desentonemos un poco o muchísimo, no podemos ceder al mal.

Lo nuestro es seguir proclamando que la muerte no ha tenido ni tendrá la última palabra. Aunque estorbemos mucho pero debemos revestirnos de esperanza, sostenidos por la certeza de que Aquel que prometió estar con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos, no ha dejado ni dejará de hacerlo. Cada Pascua, es un reclamo del amor en toda su pureza por hacernos ver lo poco que correspondemos a tanta misericordia, a tanta bondad. Celebrar la Pascua no se queda en las celebraciones litúrgicas sino en la coherencia de una vida personal, familiar y comunitaria que sabe que «No hay que buscar entre los muertos al que está vivo».

Con tanto muerto que hemos sumado por la pandemia, por la guerra y por la violencia, hoy más que nunca debemos defender la vida, toda vida y cada vida. Resucitar es atrevernos a vivir según los criterios del evangelio y no los criterios de los que todo lo ven negativo. Es Pascua, hay esperanza, hay vida. Es Pascua y nadie nos puede robar la alegría.

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