Iniciamos hoy la Semana Santa con la celebración del recuerdo de la entrada de Jesús a Jerusalén, que inauguran estos días de pasión y gloria. Hoy la liturgia está centrada en el relato de la Pasión según San Marcos. En su estilo esencial, el evangelista está atento a los acontecimientos trágicos y gloriosos de aquellas horas, a la fuerza misteriosa insertada en ellos, nos narrará una secuencia de 15 escenas, marcando el paso de la historia y la fe. Todo terminará en la escena final de El Calvario, dónde “Jesús dando un fuerte grito, expiró”.
Inmediatamente el centurión exclamará: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. En Jesús como Dios y Hombre verdadero, Mesías e Hijo de Dios, todo el acontecimiento del dolor se ve centrado en Él. Reúne en sí todas las lágrimas y todas las laceraciones físicas e interiores para llevarlas a Dios y darles un sentido que sólo Dios puede encontrar. Tal como lo fue desarrollando el evangelio de Marcos, solo en la cruz se revela el secreto de su realidad quedando al descubierto. Es allí precisamente en El Calvario, ante Cristo muerto, pero también ante signos extraordinarios de su misterio, el pagano lo confiesa como hemos dicho: “Hijo de Dios”, superando la confesión que el propio Pedro había ya señalado, cuando los proclamó: “Cristo-Mesías”. Marcos llega a la cúspide de su revelación en el Crucificado, ahora sin ningún equívoco, se revela quien es Jesús de Nazaret, no hay más secreto: Él no era un Mesías político triunfador sino que es el Hijo de Dios, que entregándose salva a la humanidad.
Por su ingreso al mundo en la “carne” en el dolor y en la muerte, hace explotar la extraordinario obra de Dios, que rompe la cárcel de la limitación en la que todos nos encontramos encadenados a causa del pecado. De aquí que Marcos, narrando esta Buena Nueva, le atribuya un valor excepcional y maravilloso, queriéndonos llevar a la profesión de fe que todos deberíamos vivir en estos días de Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro único Señor y Salvador: Jesucristo.