Palabra de vida |“Cuando oren, digan Padre…”

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Si seguimos la secuencia con el Evangelio del domingo pasado, podemos decir que la vida del discípulo centrada en la escucha de la Palabra de Jesús, como María la hermana de Marta, hoy se invita a buscar en nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la fuente de esa gracia que nos mantenga fieles y constantes. Y, eso es la gracia de la oración. Necesitamos renovarnos en el propósito de ser orantes, tal como Jesús en este Evangelio nos lo pide y el grupo de los doce comprendió. Jesús advierte que orar es hablar con Dios como Padre.

Mateo refiere en su forma más tradicional llamarlo “Padre nuestro”, Lucas en cambio tiene solo una inicial palabra, “Padre”, que es ciertamente la traducción del original arameo usado por Jesús, Abbá, “Querido padre, papá”. Palabra pues de gran intimidad, que solo Jesús nos la podía revelar por su plena y total experiencia personal al referirse a Dios, como Hijo suyo que es. La audacia de Abrahán es superada por la audacia de Jesús, el Hijo, que invita a quien lo sigue a acortar las distancias entre Dios y el hombre, a sustituir la imagen de un Dios imperial e impasible por el rostro de un Padre que “nos enseña a caminar teniéndonos de la mano…” (Os 11, 3).

Orar es pues, una experiencia de hijos que se encuentran con su Padre Dios. Él, que no se esconde para que no lo encuentren, o duerme y no quiere ser jamás perturbado; al contrario es el único que sabe de bondad para saber dar lo que necesitan los hijos. Debemos mantener el hilo de la constancia, a eso nos invita este Evangelio de hoy. La oración no es una emoción, no es un resplandor, una experiencia ligada a la necesidad; es, en cambio, una respiración continua del alma que no se apaga si siquiera durante la noche.

Si somos constantes en la oración, es porque sabemos que la oración es eficaz: “Pidan y se les dará, busquen y hallarán, toquen y se les abrirá”. Pero siempre repitiendo como el propio Jesús nos lo dijo: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Pedimos, pero aceptando su santa voluntad que no se equivoca y que siempre es un acto de amor hacia nosotros.

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