Juana de Arco, defensora de su país y su fe.

Por José María Talbott

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Cada 30 de mayo se celebra a Santa Juana de Arco, patrona de Francia y ejemplo de virtud y nobleza de espíritu. A la corta edad de 19 años, ofreció su vida en defensa de su país y de su fe, sirviendo de ejemplo para sus contemporáneos en ofrecer todo, hasta la vida propia, en defensa de los dones otorgados por el Señor.

La “Doncella de Orleans” nació en 1412 en Domrémy. De niña fue educada en la fe dentro de una familia muy creyente, donde se le enseñó a ser solidaria y a acoger a los más necesitados. Dada profundamente a la oración, de niña se le miraba atendiendo con amabilidad a toda persona que se le cruzaba.

La invasión de Inglaterra a Francia causó estragos en el país galo. Mientras las personas que el rodeaban perdían la esperanza, Juana se aferró a la oración, de la cual obtuvo su fuerza. A sus catorce años, comenzó a recibir experiencias místicas donde se logró encontrar con San Miguel Arcángel, Santa Catalina de Siena y Santa Margarita, quienes le encomendaron la misión de salvar a sus allegados y a su país.

Juana emprende un viaje para encontrarse con Carlos VII, quien era el comandante de las tropas francesas en aquellos días, para convencerle de permitirle unirse a la lucha contra los ingleses. Aunque por su corta edad no se le tomó muy enserio al principio, con la autoridad que presentó logró convencerlo que le dejara unirse a las tropas que daban batalla a los invasores.

Juana lideró y llevo a sus hombres hacia la lucha, portando un estandarte con los nombres de Jesús y María. Logró el triunfo y la retirada de los invasores, consiguiendo así cumplir la misión encomendada en sus experiencias místicas.

Debido al contexto dentro del cual se llevó a cabo su triunfo, Juana fue capturada y vendida al ejército enemigo, donde la condenaron a muerte por herejía. Murió el 30 de mayo de 1431 en la hoguera, mirando a la cruz. Tenía 19 años.

Tras muchísimos años de descredito hacia sus acciones en defensa de su país y de su fe, en 1920 es canonizada por el Papa Benedicto XV.

Juana de Arco logró la defensa de su país y de la Iglesia Católica en Francia sin derramar una gota de sangre con su espada. Solo bastó su fe y la oración constante, aun en los momentos más difíciles de la batalla. Pasó sus últimos días como vivió el resto de su vida: amando incondicionalmente al Señor.

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