Homilía del señor cardenal para el II domingo del tiempo Ordinario

“Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9)

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El Evangelio de este domingo nos presenta la transfiguración del Señor, dice el texto: “que Jesús tomó consigo a Pedro a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte, a un monte alto”. Es decir, Jesús elige a los tres discípulos más difíciles para que con esta experiencia hacerles vislumbrar el misterio pascual.

También para que pudieran superar la terrible prueba de su pasión y muerte en cruz. Pero la transfiguración nos revela además el estado final del ser humano: la plenitud de la vida a la que está llamada toda la humanidad. “El monte alto” ¿qué significa el monte alto? El monte alto simboliza el encuentro interior con Dios y el lugar de la transformación humana. “El monte” no está fuera sino dentro de nosotros. No es un lugar geográfico sino un “espacio interior” donde necesitamos encontrarnos de verdad.

Jesús también necesitaba, a veces, retirarse a ese monte alto para entrar en una relación profunda con el Padre, con la Fuente de su vida y de su misión. ¿No necesitamos nosotros también retirarnos a un monte alto? ¿No necesitamos de una profunda relación con Dios que transforme nuestra vida? “Su rostro resplandecía como el sol”. El rostro de Jesús resplandecía con toda la luz de Dios… Jesús nos muestra el rostro de Dios que es amor. Pero la transfiguración no fue un hecho puntual en la vida de Jesús. Jesús era un “hombre transfigurado”, por su bondad, su compasión, su aceptación a los pobres y necesitados, su gran libertad y particularmente su vivencia única de Dios como Abba.

Nosotros, como Jesús transfigurado, estamos también llamados a ser trasfigurados, a dejar pasar la luz. La luz de Dios que tiene que pasar a través de la expresión de nuestros rostros, a través de nuestras miradas, de nuestros gestos de solidaridad, de nuestras sonrisas. “Señor, qué hermoso es quedarnos aquí”. Esta reacción de San Pedro demuestra que no se ha enterado de nada, Pedro continúa encerrado en sus antiguas creencias y por eso propone hacer tres tiendas… ¡Qué fácil es caer en la tentación de Pedro! Construir tiendas en un mundo soñado, fuera de la realidad, para disfrutar de privilegios egoístas e instalarse en el bienestar.

Pero se oye: “Una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo el amado, mi predilecto, escúchenlo”. Estas palabras, dichas desde la nube, manifiestan la identidad profunda de Jesús y de todo ser humano: Jesús es el Hijo amado, pero todo ser humano también es hijo amado de Dios. Estas palabras son dirigidas a cada uno de nosotros. Dios nos ama a cada uno de nosotros y nos repite en nuestro interior: tienes todo mi amor.

Tú eres mi hijo amado. Aquí se nos revela la certeza profunda de ser amados, la alegría invencible de saber que nuestra existencia está traspasada por un amor más grande que nuestras fragilidades y por una esperanza más fuerte que la muerte. En medio del camino de la vida, en esta Cuaresma, tiene que haber algún momento de transfiguración con Jesús, algún momento luminoso que nos haga descubrir la gran luz de Dios que nos dice “Este es mi Hijo”, ustedes son mis hijos.

Sin un momento de plenitud de vida, y de verdadero amor, la vida humana pierde su sentido. Por eso, la verdadera experiencia que da solidez real a nuestra vida humana es la de sentirnos amados como Jesús; nadie puede vivir de verdad sin la experiencia de este amor. ¿Qué va a pasar con el hombre de hoy ebrio de técnica y eficacia, pero donde Dios está ausente y que con su mirada no logra penetrar en el misterio de sí mismo ni del sentido de su vida? Cuando arrinconamos a Dios de nuestra vida, ¿No terminamos sin entendernos a nosotros mismos, yendo a la deriva y sin rumbo? El acento del Evangelio de este domingo está en: “escúchenlo”, es decir, a Jesús es al único al que hay que escuchar. No hay que escuchar ni a Moisés ni a Elías que son solo una mediación.

Solo a Jesús, el Hijo amado, es a quien necesitamos escuchar. Los cristianos hoy necesitamos volvernos de nuevo a Jesús, fuente de amor verdadero y de esperanza plena. Nadie como Él puede liberarnos de nuestros miedos, de nuestras inseguridades y del vacío de nuestro corazón. Solo Jesús puede llenar plenamente nuestra vida humana. Solo Él tiene palabras que nos hacen vivir. Escuchándole a Él descubrimos nuestra fragilidad, pero también la grandeza de que somos amados. Hoy podemos decirle: Tú, Cristo, has mostrado tu rostro radiante, lleno de luz a tus discípulos, quisiéramos confiarnos a ti… Nuestro camino es, a veces, demasiado oscuro… pero contigo desaparece el miedo y brilla la luz de la esperanza. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga.

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