Estamos ya en el tercer domingo del tiempo de Cuaresma y el Evangelio de Juan nos presenta a Jesús en Jerusalén, purificando el templo construido por manos humanas, y anunciando la resurrección del templo de su cuerpo. Todo un conjunto de mensajes que parecieran contradecirse, pero que en verdad deben conducirnos de uno a otro, hasta llegar hoy “al templo de su cuerpo sacramental”.
Los judíos no entendían, porque seguían aferrados al “templo de piedra”. Los discípulos, en cambio, ellos sí comprenden -en su vida comunitaria eucarística- qué significa “el templo de su cuerpo glorificado”. Como discípulos, reunidos para celebrar la Misa Dominical, estamos invitados reflexionar sobre el significado sagrado del templo y llegar a su dimensión máxima. Retomemos la lectura del Éxodo para comprender mejor. En el monte Sinaí convertido en lugar de encuentro sagrado (un templo abierto), el Señor exhorta a su pueblo, exigiéndole algo nuevo en la época: el monoteísmo.
Es decir, pide al pueblo que abandone otros dioses (ídolos) y adore solo a Él. La razón es el bien del mismo pueblo, porque inclinarse ante falsos dioses engaña y esclaviza, mientras que adorar al Dios verdadero libera y transforma. Por ello, tanto tiempo después, y confirmados por el Espíritu que nos envía Jesucristo, seguimos luchando por apartarnos de la idolatría del dinero -como promovían los vendedores del templo- y entrar, purificados, en el santuario de Cristo donde se adora en Espíritu y Verdad. [Por cierto, la oferta de los vendedores era vacas, ovejas, palomas… el que más dinero tenía “compraba” una mejor ofrenda para el sacrificio… lo cual en Cristo será al revés. Recordemos aquella pobre viuda, que, echando unas moneditas, dio todo lo que tenía para vivir.] Señales pedían los judíos, sabiduría los griegos paganos (1Cor).
Ambos quedaron decepcionados, porque de alguna manera permanecieron en los ritos del templo antiguo y no entraron en el sacrificio de la Nueva Alianza, sellada en la cruz de Cristo. En otras palabras, hay que pasar del templo externo para entrar en el interno. Fíjense que importante es el edificio para nosotros, que al templo le llamamos “iglesia”. “Vamos a la iglesia” decimos, y decimos bien, porque el lugar adquiere la sacramentalidad y el significado de quién allí se reúne en el nombre de Dios. El fin es que el templo quede impregnado de quién lo habita y que nosotros -reunidos en el templo de piedra- seamos digna morada del Espíritu que nos habita. Que admirable relación: entramos en la iglesia-templo físico, para, estando allí entrar en el templo santo de Cristo, que es su cuerpo sagrado. Y no solo eso, entramos en el templo, para que el cuerpo de Cristo -templo eterno- entre en nosotros.
Lo cual no es tanto un movimiento físico, sino espiritual. La celebración eucarística se realiza en comunidad, y la comunidad se construye en el espacio y el tiempo común, es decir, en la sinodalidad. (Recordemos que la Cuaresma se vive mejor en comunidad). Jesús inicia su primera visita a Jerusalén entrando en el templo y sacando de él lo que no es propio de Dios. Saquemos de nosotros lo que no es digno de los cristianos, para que sea Jesús sacramentado quien entre en nosotros, y así con Él, vivamos juntos en el templo de su gloria.
EL CUIDADO DE NUESTROS TEMPLOS
Sin caer en falsos perfeccionismos, y con la debida paciencia, debemos avanzar para que todos nuestros templos (capillas e iglesias), aún los más pobres y pequeños, sean un lugar ordenado, silencioso, acogedor, que favorezca la oración y el encuentro comunitario con Jesús. Si bien, en algunos lugares la Santa Misa se celebra -inicialmente- al aire libre, (templo de la creación), donde nace una comunidad católica, ésta conforme es construida, construye su templo. Qué conveniente es que dichas capillas sean dedicadas exclusivamente para la oración personal y la celebración sacramental, tomando así un significado singular.