Cada año, los hondureños celebramos el Día del Trabajo como un feriado nacional para honrar a los trabajadores. Pero en vez de ser un tiempo para celebrar debería ser un tiempo para la reflexión y la acción en lo relativo a la crisis económica y a las dificultades que sufren los trabajadores y sus familias. Para los católicos, también es una oportunidad para celebrar la Fiesta de San José Obrero, patrono de los trabajadores, fecha que coincide con el Día Mundial del Trabajo.
Esta celebración litúrgica fue instituida en 1955 por el Siervo de Dios, el Papa Pío XII, ante un grupo de obreros reunidos en la Plaza de San Pedro en el Vaticano, para destacar al humilde artesano de Nazaret, que no sólo personifica ante Dios y la Santa Iglesia la dignidad del trabajador esforzado, sino que también al custodio providente de vosotros y de vuestras familias” expresaba en su enérgico discurso el Papa Pío XII, frente a una multitud de obreros que llenaban la plaza de San Pedro, entre los cuales destacaban los miembros de la Asociación Cristiana de Trabajadores Italianos (ACLI). En este Día del Trabajo, los datos económicos son crudos y los costos humanos son reales: dos millones y medio de hondureños, según destaca el Instituto Nacional de Estadísticas -INE, lo que representa el 62 % de la fuerza laboral total del país, tienen problemas de empleo, están buscando empleo y no lo encuentra o tienen miedo de perder sus puestos. Estas las cifras son tristes y alarmantes pero en este día debemos ir más allá de los indicadores económicos y de los conflictos políticos, para centrarnos en las cargas, a menudo invisibles, que llevan los trabajadores promedio y sus familias, muchos de los cuales son perjudicados, desalentados y dejados atrás por una política económica con un sesgo ideológico que utiliza a las personas pobres como bandera pero que no son objetivo real de sus tareas y esfuerzos.
Los trabajadores tienen razón en sentir preocupación y miedo por el futuro, pues pasar hambre y no tener techo es moneda corriente para muchos hondureños, muchos se sienten confundidos y consternados por la polarización respecto a cómo se puede trabajar unidos para lidiar con el desempleo y la disminución de los salarios, las deudas y el estancamiento económico. Cuando vemos la situación de los desempleados y de muchos trabajadores, no solo vemos a individuos en crisis económica, sino a familias y comunidades enteras que sufren, vemos una sociedad que no puede usar el talento y la energía de toda la gente que puede y debe trabajar.
Todos estos desafíos tienen dimensiones económicas y financieras, pero inevitablemente también tienen costos humanos y morales porque son tragedias humanas, desafíos morales y pruebas para nuestra fe; cada una de esas realidades están en el corazón de las preocupaciones y oraciones de la Iglesia en este Día del Trabajo. Como insistió el Concilio Vaticano II: las ‘tristezas y las angustias’ de los hombres de nuestro tiempo, “sobre todo de los pobres y de cuantos sufren… son tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Gaudium et spes, 1).