Homilía del señor Arzobispo para el II Domingo del tiempo de Cuaresma

El Hijo amado (Mc 9,2-10)

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Este es mi Hijo amado, escuchadle”, dice el Padre a los discípulos en el monte de la transfiguración. Se expresa así la cercanía del Padre con el Hijo, a través del cual transluce la claridad de su gloria. Podríamos decir, que, en ese momento privilegiado, de manera explícita, “quien ve al Hijo ve al Padre”. Afirmada esta cercanía e identificación, valoramos aún más el enorme misterio del que habla San Pablo a los Romanos: “el que no perdonó a su propio Hijo amado, antes bien lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no va a darnos todas las demás cosas juntamente con Él?” El razonamiento es perfecto, porque la pregunta que surge es enorme, “si tanto amó a su Hijo, ¿cuánto nos amó a nosotros, para entregar a su hijo a la muerte por nosotros?” Isaac, hijo querido de Abraham, había sido perdonado; no así así Jesús, que se entregó hasta la muerte para el perdón de nuestros pecados. Merece la pena meditar estas palabras en nuestro interior: ¿quién será el que nos condene, si Cristo ha muerto? más aún, ¿quién nos condenará si Cristo ha resucitado y está a la de Mc 9,2-10 Mons. José Vicente Nácher Tatay C.M. Arzobispo de Tegucigalpa recha de Dios intercediendo por nosotros?”.

El que podía acusarnos, quiso ser nuestro defensor. [Paréntesis: algunos de los que lanzan acusaciones al aire sobre que predicamos poco de la condenación y demasiado de la misericordia, les harían bien releer la carta a los Romanos, y los mismos Evangelios.] Como vemos, la figura del Hijo amado aparece en las tres lecturas como un hilo conductor. Isaac como anuncio lejano, Jesús como presencia luminosa, la reflexión de Pablo a los Romanos como concreción para nuestras vidas. En el monte, junto a unos pocos discípulos, sus vestiduras no pueden contener la luz divina que irradia su cuerpo. Una luz trascendente que pareciera no querer deslumbrarnos, y que por ello se esconde, no se apaga, en la humanidad de Jesús. En la medida que nos dejemos traspasar por su luz, nuestro cuerpo será parte del suyo.

Jesús, el Hijo amado, fue entregado por el Padre, no solo para salvar a la humanidad, sino para salvarla siendo parte de ella. De hecho, el cuerpo de Cristo es el lugar de la salvación. En su cuerpo, crucificado, sepultado, resucitado y ascendido al cielo, está no solo el camino al cielo, sino diríamos, el cielo mismo. Por ello, no exageramos si decimos que cada Eucaristía es una transfiguración, en la que escuchamos al Hijo, se ilumina nuestra vida y se renueva nuestra esperanza. Venir a misa es sin duda, un momento significativo, donde toda nuestra semana se sostiene. Llama la atención el llamado a “no contar a nadie lo que habían visto y oído hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos”. Ellos se preguntaban qué querrían decir aquellas palabras. Porque ciertamente, como no hay palabras para explicar la grandeza del misterio de la redención, Jesús no quiere adelantar ideas, solo alentar la fe, para que cuando se diera su Pascua, no se escandalizaran y pudieran perseverar hasta recibir el Espíritu Santo en Pentecostés. Avancemos comunitariamente en la Cuaresma a la luz de Jesús, el Hijo amado, que es entregado por el Padre para nuestra salvación.

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