Homilía del Señor Arzobispo para el Cuarto Domingo de Pascua

“Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11-18)

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Jesús afirma abiertamente: “Yo soy el Buen Pastor”. No es un pastor más, sino el verdadero Pastor. Hoy nosotros apenas sabemos lo que es un pastor y mucho menos lo que sería “un Buen Pastor”. En tiempo de Jesús, en Palestina, el pastor era casi siempre el dueño de un pequeño número de ovejas a las que cuidaba como si fueran de su misma familia y a las que llamaba por su propio nombre.

En el texto griego aparece la palabra “kalós” que significa literalmente “hermoso, bueno, verdadero…”. Jesús es el verdadero Pastor, es decir, Jesús es el verdadero Pastor de la humanidad cuya voz no se ha apagado todavía, cuyo eco sigue golpeando la conciencia de los hombres y mujeres de hoy, creyentes o no… Jesús es el Buen Pastor, Jesús Resucitado es aquel que puede conducir a su redil hasta la meta de la vida.

El único capaz de orientar nuestra vida y llenarla de sentido. Por eso, el Resucitado nos aporta una gran alegría. Esta fe en Jesús Resucitado como el Buen Pastor, destaca en una sociedad como la nuestra donde la persona corre el riesgo de quedar aturdida ante tantas voces y reclamos. Los cristianos creemos que solo Jesús puede ser nuestra referencia definitiva, nuestro guía, nuestro Pastor. La cultura en que estamos inmersos rechaza con desdén el papel de oveja y la idea de redil. Sin embargo, nos dejamos guiar fácilmente por todo tipo de manipulación; estamos en la cultura de la posverdad.

Hay quienes crean modelos de bienestar y de comportamientos que nosotros seguimos; vamos detrás de ellos, temerosos de no estar al día y de no ser como los otros y acosados por la publicidad. El Buen Pastor que es Jesús, nos propone hacer con Él una experiencia de liberación profunda. Pertenecer a su redil no es caer en la alienación, sino entrar en un camino de verdadera libertad y de felicidad profunda. “El Buen Pastor da la vida por las ovejas”. Cuando Jesús dice de sí mismo que “el da la vida por sus ovejas”, expresa su amor incondicional hacia nosotros y hacia todo ser humano.

La amenaza más profunda para los seres humanos consiste en la ausencia del amor. Quien no se siente amado, se desprecia a sí mismo, se juzga a sí mismo, se vuelve duro y distante de los demás. “Yo soy el Buen Pastor que conozco a las mías y las mías me conocen”. Jesús conoce a los suyos. Esta expresión, “conozco”, indica la relación de amor entre Jesús y sus discípulos. “Conocer” quiere decir amar. Jesús es aquel que nos ama a todos. Cuando Jesús dice: “conozco a las mías y las mías me conocen a mí”, toca lo más profundo de nosotros mismos: el deseo de que haya alguien que nos conozca de verdad, que nos ame en profundidad, alguien a quien nos podamos confiar. Tal vez podíamos preguntarnos: ¿Me siento conocido, amado por Jesús? ¿Me puedo confiar a Él y amarle de verdad? Esta relación de conocimiento amor es tan profunda, que Jesús la compara a la que existe entre Él y el Padre.

“Lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo le conozco a Él…” Jesús nos ama a cada uno como alguien único, su amor está siempre presente en nuestra vida y en la vida de todo ser humano, aunque no seamos conscientes de ello. ¿Yo puedo hoy aceptar su amor o todavía pongo resistencias? “Yo doy mi vida por las ovejas”. Este Pastor entrega su propia vida en favor de las ovejas que pastorea. Su tarea no es una actividad, busca el bien y la felicidad de sus ovejas. Jesús entrega su vida libremente y nadie se la quita: “Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla.

Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente.” Desde esta constatación vale la pena contemplar hoy esa entrega de la vida de Jesús. Jesús entrega su vida libremente. Es un verdadero amor lo que también nos hace libres. Jesús nos entrega su vida para poder despertarnos a una vida llena de belleza y esperanza. “Tengo, además otras ovejas que no son de este redil” … Su amor no excluye a nadie, no abandona a nadie, su amor alcanza a todos y preferentemente a los marginados, a los perdidos, a las ovejas que vagan sin sentido, a los que sienten que su vida está vacía, a los que no encuentran motivos para vivir. Pastorear es cuidar la vida de los más vulnerables. Todos estamos llamados a “pastorear” paliando las necesidades de los más necesitados.

En este domingo, la Iglesia Universal ora por las vocaciones al sacerdocio. El Papa Francisco nos envió su mensaje titulado “San José, el sueño de la vocación”. Además de la llamada de Dios—que cumple nuestros sueños más grandes—y de nuestra respuesta—que se concreta en el servicio disponible y el cuidado atento—hay un tercer aspecto que atraviesa la vida de San José y la vocación cristiana marcando el ritmo de lo cotidiano: la fidelidad. José es el «hombre justo» (Mt 1, 19), que en el silencio laborioso de cada día persevera en su adhesión a Dios y a sus planes. En un momento especialmente difícil se pone a “considerar todas las cosas” (cf. v. 20). Medita, reflexiona, no se deja dominar por la prisa, no cede a la tentación de tomar decisiones precipitadas, no sigue sus instintos y no vive sin perspectivas.

Cultiva todo con paciencia. Sabe que la existencia se construye sólo con la continua adhesión a las grandes opciones. Esto corresponde a la laboriosidad serena y constante con la que desempeñó el humilde oficio de carpintero (Cf. Mt 13, 55), por el que no inspiró las crónicas de la época, sino la vida cotidiana de todo padre, de todo trabajador y de todo cristiano a lo largo de los siglos. Porque la vocación como la vida, sólo madura por medio de la fidelidad de cada día. ¿Cómo se alimenta esta fidelidad? A la luz de la fidelidad de Dios. Las primeras palabras que San José escuchó en sueños fueron una invitación a no tener miedo, porque Dios es fiel a sus promesas: «José, hijo de David, no temas» (Mt 1, 20).

No temas: son las palabras que el Señor te dirige también a ti, querida hermana y a ti querido hermano, cuando aún en medio de incertidumbres y vacilaciones, sientes que ya no puedes postergar el deseo de entregarle tu vida.

Son las palabras que te repite cuando, allí donde te encuentres, quizás en medio de pruebas e incomprensiones, luchas cada día por cumplir su voluntad. Son las palabras que redescubres cuando, a lo largo del camino de la llamada, vuelves a tu primer amor. Son las palabras que, como un estribillo, acompañan a quien dice sí a Dios con su vida como San José, en la fidelidad de cada día. Esta fidelidad es el secreto de la alegría. En la casa de Nazaret, dice un himno litúrgico, había «una alegría límpida». Era la alegría cotidiana y transparente de la sencillez, la alegría que siente quien custodia lo que es importante: la cercanía fiel a Dios y al prójimo.

¡Qué hermoso sería si la misma atmósfera sencilla y radiante, sobria y esperanzadora, impregnara nuestros seminarios, nuestros institutos religiosos, nuestras casas parroquiales! Es la alegría que deseo para ustedes, hermanos y hermanas que generosamente han hecho de Dios el sueño de sus vidas, para servirlo en los hermanos y en las hermanas que les han sido confiados, mediante una fidelidad que es ya en sí misma un testimonio, en una época marcada por opciones pasajeras y emociones que se desvanecen sin dejar alegría. Que San José, custodio de las vocaciones, los acompañe con corazón de padre.

Que hoy podamos renovar nuestra confianza en Jesús como nuestro único Pastor, diciéndole: “Jesús Resucitado, Buen Pastor, tú nos conoces y nos amas, concédenos confiarnos a ti. Hoy te repetimos con el Salmo: “Tú, Señor, eres mi Pastor, nada me falta, aunque pase por valles de tinieblas no tengo miedo, porque tú vas conmigo…”

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