Apropósito de la conmemoración del Día de los Fieles Difuntos este martes 2 de noviembre, cuyo objetivo es orar por aquellos hermanos que han acabado su vida terrenal y se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio, para obtener la completa hermosura de su alma, al quedar limpias de los efectos que ocasionaron los pecados.
Es importante hacer algunas reflexiones considerando que vivimos en una sociedad que, ha intentado “domesticar” a la muerte y que prefiere no hablar de este tema. Es claro que nuestra vida es una eterna lucha contra la muerte y que empezamos a morir en cuanto nacemos; pero la crisis sanitaria que aún vivimos ha provocado cambios en nuestro comportamiento y en la manera de percibir esa realidad, además, ha cambiado nuestra relación con la muerte.
La prohibición, por miedo al contagio, de los funerales y velatorios durante los momentos más álgidos de la crisis “Fue una línea roja que no debimos cruzar”, explica un psiquiatra, pues se rompió con algo que culturalmente es sagrado, como es el duelo y el hecho de que la familia pueda estar cerca; sobre todo en países como el nuestro en donde ser acompañados en el duelo es un ritual esencial para los allegados en su despedida, muchos sienten una profunda tristeza porque su familiar murió solo y fue enterrado sin la presencia de familia y amigos causando un sentimiento de frustración, desconsuelo y profundo dolor.
Las cifras de víctimas difundidas a diario, mezcladas con la falta de duelos públicos durante meses y con la casi total ausencia de imágenes de fallecidos, han producido un efecto de anestesia muy dañino, pues paradójicamente, la muerte ha estado más presente que nunca en los últimos tiempos y, a la vez, socialmente ausente salvo para aquellos que la han sufrido en su primer círculo.
Así es que, en medio de una realidad tan ambigua, por un lado, percibir nuestra fragilidad y por el otro, no darnos cuenta del peligro por la forma como se ha manipulado la información en torno a la muerte de millones de personas, el cristiano tiene la certeza de que Dios le ha dado la vida creándolo a su imagen y semejanza (Cfr. Gn 1, 27); sabe que cuando experimenta la angustia de la muerte que se acerca, Cristo actúa en él, convirtiendo sus penas y su muerte en fuerza corredentora.
Y está seguro, de que el mismo Jesús, al que ha servido, imitado y amado, le recibirá en el Cielo, llenándolo de gloria después de su muerte. La grande y gozosa verdad de la fe cristiana es que, por la fe en Cristo, el hombre puede superar con creces al último enemigo (1 Cor 15, 26), la muerte. Apoyándose en la Palabra de Dios, la Iglesia cree y espera firmemente que “del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado”. Así es que no importa las circunstancias en que nuestros fieles difuntos partieron a la casa del Padre, nuestra esperanza se mantiene inalterable.