Honduras es una sociedad marcada por rasgos extremos de desigualdad, intolerancia, discriminación, inequidad y violencia, todo lo cual se encubre con una democracia formal que pregona que en este país todos los hondureños son iguales ante la ley y gozan de igualdad de derechos.
Cada 4 años desde hace 39, el pueblo es convocado a las urnas para elegir a las nuevas autoridades y cada noviembre las personas se acercan a votar con la esperanza de que los noveles políticos electos traigan cambios reales ante la desigualdad social que se soporta, se termine y se castigue a los responsables de la galopante corrupción pública y privada enraizada en el quehacer nacional, se restablezca el orden y la transparencia en las acciones gubernamentales.
De ese modo, en noviembre del año anterior la ciudadanía hondureña confiando en las promesas de campaña de una carismática mujer, acudió a las urnas a elegirla como presidenta de la República, con una mayoría abrumadora nunca antes vista y puso al frente a un partido que se gestó en las calles protestando luego de la mal llamada “sucesión constitucional”.
Hasta ahí, todo iba conforme a lo soñado por muchos, pero nadie contaba que la elección del presidente del Congreso Nacional iba a poner en evidencia que no todo lo que brilla es oro, que la ambición y las triquiñuelas estaban más vigentes que nunca, que lo que antes era malo, ahora no lo era tanto.
A poco menos de una semana de tomar posesión, la presidenta electa de Honduras, Xiomara Castro Sarmiento, se enfrentaba al escenario de una nueva crisis política a consecuencia de una pugna por quién presidiría el próximo Congreso Nacional, cuando un grupo de sus propios correligionarios decidieron no reconocer un acuerdo previo a las elecciones, entre el Partido Libre y el Partido Salvador de Honduras (PSH), el cual establecía que Salvador Nasralla no se presentaría a los comicios como candidato a presidente, si Libre le garantizaba la vicepresidencia de Honduras y la posibilidad de elegir la directiva del Congreso Nacional.
Finalmente, la cordura y el buen juicio se impusieron y las aguas desbordadas volvieron a su cauce. Los grupos antagónicos del partido de la señora presidenta se reconciliaron, los disidentes fueron readmitidos en Libre, al dar un paso al lado para permitir que la presidencia del Congreso Nacional sea ejercida por el representante de un partido que solo tiene 10 diputados en el hemiciclo, no sin antes dejar en el imaginario popular la percepción de que poco o nada ha cambiado, que priman las ambiciones particulares a los altos intereses del país y su gente.
El Gobierno que ha iniciado sus labores para un período de cuatro años, es ejercido por un partido que no tiene mayoría absoluta en el Congreso de la República, lo que le dificultará promover su agenda legislativa sin generar acuerdos con las otras bancadas y distintos sectores sociales, a menos que se recurra a la fórmula de ignorar al pleno del Congreso Nacional y hacer las llamadas “consultas populares”. Se tendrá que esperar y es probable que la población deba redimensionar sus expectativas de cambio ante la llegada del nuevo Gobierno.