Editorial |Nuestra voz | A 60 años del “Aggiornamento” de la Iglesia

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Uno de los acontecimientos más significativos de la historia cristiana del siglo XX fue, sin lugar a duda, la celebración del “Concilio Ecuménico Vaticano II” inaugurado el 11 de octubre de 1962, un acontecimiento que no fue exclusivamente católico, sino que tuvo una gran repercusión en otros ambientes y que aún hoy sigue dejando su huella. Muchos lo vieron como un “aggiornamento” o “actualización” o “respuesta”, para que la Iglesia se pusiera a tono con los acontecimientos de la época, pero en realidad, fue un verdadero derramamiento del Espíritu Santo que vino a renovar las estructuras de una Iglesia de 20 siglos.

Al llegar al solio papal, San Juan XXIII hace un análisis profundo y ve que la Iglesia que iba a guiar era demasiado europea, pero con presencia en todo el mundo, aislada en Roma y desconectada de la realidad de sus fieles, con autoridades eclesiales apoltronadas y es así, como bajo la inspiración del Espíritu Santo decide que, había llegado la hora de “desacomodarse”; de abrir las puertas y las ventanas para dejar entrar el aire fresco y la luz. En la oración para preparar el Concilio, el “Papa Bueno” insistió que debía ser un concilio para llevar al mundo el mensaje cristiano de un modo eficaz, teniendo en cuenta las circunstancias de la sociedad; el propósito de no condenar errores por medio de anatemas, sino penetrar en la fuerza del mensaje; la denuncia de los “profetas de calamidades” y la búsqueda de unidad entre los cristianos y entre los hombres.

Seis meses antes de su muerte, San Juan XXIII durante la sesión de cierre de la primera sesión conciliar el 8 de diciembre de 1962, dirigió sus últimas palabras, las cuales eran una exhortación a no abandonar el camino emprendido: “Un largo camino queda por recorrer, pero ustedes saben que el pastor supremo los seguirá con afecto, en la acción pastoral que desarrollarán en cada una de sus diócesis. Nos esperan, seguramente, grandes responsabilidades, pero Dios mismo nos sostendrá en el camino”.

A la muerte del Papa Bueno (3 de junio 1963) le sucede San Pablo VI, quien asume la responsabilidad de continuar con la convocatoria y se empeña en que el Concilio de frutos concretos y reales. En 60 años mucha agua a pasado bajo el puente y lo que ahora nos parece “normal y habitual” no lo era antes, por esa razón el Concilio ha sido considerado un punto de inflexión en la historia de nuestra Iglesia, un “parteaguas”: produjo una profunda renovación en la liturgia, en los estudios bíblicos; otorgó a los laicos y mujeres un papel más significativo y activo en la Iglesia, reemplazó el latín en la celebración de la misa por los idiomas nacionales, aumento la presencia de obispos de todo el mundo en el colegio cardenalicio; el llamado a la santidad universal de los fieles, la proclamación de la Virgen María como “Madre de la Iglesia”. En Latinoamérica, el Concilio significó para los creyentes un profundo cambio y los pobres adquirieron una dimensión insospechada en el quehacer de las iglesias locales.

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