En el marco de la celebración de la presentación del Señor, el papa Francisco presidio la celebración eucarística en la Basílica Vaticana con la presencia de un reducido número de feligreses y personas de vida religiosa, quien conmemoraron este día la XXV Jornada Mundial por la Vida Consagrada.
Con especial énfasis, en su mensaje, el vicario de Cristo se dirigió a las personas que en respuesta al llamado de Dios han dejado padre y madre para ser obreros en la mies del Señor. En ese sentido señaló que un primer lugar en que la paciencia toma forma concreta es nuestra vida personal; pues un día “respondimos a la llamada del Señor y, con entusiasmo y generosidad, nos entregamos a Él y en el camino, junto con las consolaciones, también hemos recibido decepciones y frustraciones”, señaló Su Santidad.
De igual manera, indicó el papa Francisco que el segundo lugar donde la paciencia se concreta es en la vida comunitaria. Es aquí en donde “surgen conflictos y no podemos exigir una solución inmediata, ni debemos apresurarnos a juzgar a la persona o a la situación: hay que saber guardar las distancias, intentar no perder la paz, esperar el mejor momento para aclarar con caridad y verdad” apunto el obispo de Roma.
Por último, el tercer lugar, es ante el mundo, dijo Su Santidad. Tomando como ejemplo de vida cita a Simeón y Ana, quienes “cultivaron en sus corazones la esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca lentamente en medio de las infidelidades y las ruinas del mundo”, dijo el papa.
A continuación, la homilía completa del Papa Francisco:
Simeón —escribe san Lucas— «esperaba el consuelo de Israel» (Lc 2,25). Subiendo al templo, mientras María y José llevaban a Jesús, acogió al Mesías en sus brazos. Es un hombre ya anciano quien reconoce en el Niño la luz que venía a iluminar a las naciones, que ha esperado con paciencia el cumplimiento de las promesas del Señor.
La paciencia de Simeón. Observemos atentamente la paciencia de Simeón. Durante toda su vida esperó y ejerció la paciencia del corazón. En la oración aprendió que Dios no viene en acontecimientos extraordinarios, sino que realiza su obra en la aparente monotonía de nuestros días, en el ritmo a veces fatigoso de las actividades, en lo pequeño e insignificante que realizamos con tesón y humildad, tratando de hacer su voluntad.
Caminando con paciencia, Simeón no se dejó desgastar por el paso del tiempo. Era un hombre ya cargado de años, y sin embargo la llama de su corazón seguía ardiendo; en su larga vida habrá sido a veces herido y decepcionado; sin embargo, no perdió la esperanza. Con paciencia, conservó la promesa, sin dejarse consumir por la amargura del tiempo pasado o por esa resignada melancolía que surge cuando se llega al ocaso de la vida. La esperanza de la espera se tradujo en él en la paciencia cotidiana de quien, a pesar de todo, permaneció vigilante, hasta que por fin “sus ojos vieron la salvación” (cf. Lc 2,30).
Yo me pregunto: ¿De dónde aprendió Simeón esta paciencia? La recibió de la oración y de la vida de su pueblo, que en el Señor había reconocido siempre al «Dios misericordioso y compasivo, que es lento para enojarse y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6); el Padre que incluso ante el rechazo y la infidelidad no se cansa, sino que “soporta con paciencia muchos años” (cf. Ne 9,30), para conceder una y otra vez la posibilidad de la conversión.
La paciencia de Simeón es, entonces, reflejo de la paciencia de Dios. De la oración y de la historia de su pueblo, Simeón aprendió que Dios es paciente. Con su paciencia —dice san Pablo— «nos conduce a la conversión» (Rm 2,4). Me gusta recordar a Romano Guardini, que decía: la paciencia es una forma en que Dios responde a nuestra debilidad, para darnos tiempo a cambiar (cf. Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28).
Y, sobre todo, el Mesías, Jesús, a quien Simeón tenía en brazos, nos revela la paciencia de Dios, el Padre que tiene misericordia de nosotros y nos llama hasta la última hora, que no exige la perfección sino el impulso del corazón, que abre nuevas posibilidades donde todo parece perdido, que intenta abrirse paso en nuestro interior incluso cuando cerramos nuestro corazón, que deja crecer el buen trigo sin arrancar la cizaña.
Esta es la razón de nuestra esperanza: Dios nos espera sin cansarse nunca. Ese es el motivo de nuestra esperanza. Cuando nos extraviamos, viene a buscarnos; cuando caemos por tierra, nos levanta; cuando volvemos a Él después de habernos perdido, nos espera con los brazos abiertos. Su amor no se mide en la balanza de nuestros cálculos humanos, sino que nos infunde siempre el valor de volver a empezar.
Nos enseña la resiliencia, el valor de volver a empezar. Siempre, todos los días, después de las caídas, siempre, volver a empezar. Él es paciente.
Nuestra paciencia. Fijémonos en la paciencia de Dios y la de Simeón para nuestra vida consagrada. Y preguntémonos: ¿qué es la paciencia? No es una mera tolerancia de las dificultades o una resistencia fatalista a la adversidad. La paciencia no es un signo de debilidad: es la fortaleza de espíritu que nos hace capaces de “llevar el peso” de los problemas personales y comunitarios, nos hace acoger la diversidad de los demás, nos hace perseverar en el bien incluso cuando todo parece inútil, nos mantiene en movimiento aun cuando el tedio y la pereza nos asaltan.
Quisiera indicar tres “lugares” en los que la paciencia toma forma concreta.
La primera es nuestra vida personal. Un día respondimos a la llamada del Señor y, con entusiasmo y generosidad, nos entregamos a Él. En el camino, junto con las consolaciones, también hemos recibido decepciones y frustraciones. A veces, el entusiasmo de nuestro trabajo no se corresponde con los resultados que esperábamos, nuestra siembra no parece producir el fruto adecuado, el fervor de la oración se debilita y ya no somos inmunes a la sequedad espiritual.
Puede ocurrir, en nuestra vida de consagrados, que la esperanza se desgaste por las expectativas defraudadas. Debemos ser pacientes con nosotros mismos y esperar con confianza los tiempos y los modos de Dios: Él es fiel a sus promesas. Recordar esto nos permite replantear nuestros caminos y revigorizar nuestros sueños, sin ceder a la tristeza interior y al desencanto.
Queridos hermanos y hermanas, la tristeza interior en nosotros consagrados es un gusano que nos come desde dentro. Huid de la tristeza interior.
El segundo lugar donde la paciencia se concreta es en la vida comunitaria. Las relaciones humanas, especialmente cuando se trata de compartir un proyecto de vida y una actividad apostólica, no siempre son pacíficas, lo sabemos todos. A veces surgen conflictos y no podemos exigir una solución inmediata, ni debemos apresurarnos a juzgar a la persona o a la situación: hay que saber guardar las distancias, intentar no perder la paz, esperar el mejor momento para aclarar con caridad y verdad.
No dejarse confundir por las tempestades. En la lectura del breviario había un buen fragmento sobre el discernimiento espiritual, y decía esto: “Cuando el mar está agitado no se ven los peces, pero cuando el mar está tranquilo, se pueden ver”. Nunca podremos hacer un buen discernimiento, ver la verdad, si nuestro corazón está agitado, está impaciente. Nunca.
En nuestras comunidades necesitamos esta paciencia mutua: soportar, es decir, llevar sobre nuestros hombros la vida del hermano o de la hermana, incluso sus debilidades y defectos. Todos. Recordemos esto: el Señor no nos llama a ser solistas, hay muchos en la Iglesia, lo sabemos. No, no nos llama a ser solistas, sino a formar parte de un coro, que a veces desafina, pero que siempre debe intentar cantar unido.
Por último, el tercer “lugar”, la paciencia ante el mundo. Simeón y Ana cultivaron en sus corazones la esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca lentamente en medio de las infidelidades y las ruinas del mundo. No se lamentaron de todo aquello que no funcionaba, sino que con paciencia esperaron la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la propia comunidad.
Necesitamos esta paciencia para no quedarnos prisioneros de la queja. Algunos son maestros de la queja, son doctores de la queja, son muy buenos en quejarse. No. El lamento aprisiona: “el mundo ya no nos escucha”, tantas veces escuchamos esto, “no tenemos más vocaciones”, “vivimos tiempos difíciles…”. Y así comienza ese dueto de las quejas. A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia y de nuestros corazones la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato. Ahora o nunca. Y así perdemos esa virtud: la esperanza. Tantos consagrados y consagradas he visto que pierden la esperanza. Simplemente por impaciencia.
La paciencia nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras comunidades y al mundo con misericordia. Podemos preguntarnos: ¿acogemos la paciencia del Espíritu en nuestra vida? En nuestras comunidades, ¿nos cargamos los unos a los otros sobre los hombros y mostramos la alegría de la vida fraterna?
Y hacia el mundo, ¿realizamos nuestro servicio con paciencia o juzgamos con dureza? Son retos para nuestra vida consagrada: no podemos quedarnos en la nostalgia del pasado ni limitarnos a repetir lo mismo de siempre, y en los lamentos de cada día. Necesitamos la paciencia valiente de caminar, de explorar nuevos caminos, de buscar lo que el Espíritu Santo nos sugiere. Esto se hace con humildad, con sencillez, sin gran propaganda, sin gran publicidad.
Contemplemos la paciencia de Dios e imploremos la paciencia confiada de Simeón, para que también nuestros ojos vean la luz de la salvación y la lleven al mundo entero, como la han llevado en la alabanza estos dos ancianos.
Gracias