La fiesta de la Ascensión no es ni una partida, ni una despedida de Jesús. Jesús no se marchó, ni nos dejó huérfanos. Él no se fue a «encielar» lejos de nosotros.
Cuando se dice que Jesús subió a los cielos y que se fue a sentar en un lugar especial a la derecha del Padre, lejos de nosotros, no estamos señalando que se trata de un viaje espacial. Lo que se quiere decir con estas palabras, es que Jesús está, después de su resurrección, en un estado y situación de glorificado y de crecimiento de su poder.
No olvidemos las palabras de Jesús en la aparición del envío a Evangelizar dado a los Apóstoles antes de hacerse invisible: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo».
Jesús con su Ascensión se instaló en forma definitiva con nosotros y entre nosotros. Está en todos aquellos lugares que Jesús nos enseñó, cómo, con Él encontrarnos, en sus apariciones después de resucitado. Él nos enseñó a descubrirlo presente en la Palabra, en los sacramentos, en los hermanos, especialmente en los más pobres.
Con la Ascensión, Jesús se hace presente, para siempre en el Cielo, en la tierra y en todo lugar: “subió a los Cielos a fin de llenarlo todo con su presencia” (Ef 4,10).
Jesús, por la Ascensión, entró en la participación de la omnipotencia y la omnipresencia del Padre. Fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y, por eso, se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros.