Definitivamente que Honduras se escribe en una lágrima. Es muy doloroso lo que vivimos a diario en nuestro terruño. Tanta división, tantos frentes abiertos y tan poco amor por la patria. Aquí priman los intereses personales, de grupo y el endiosamiento de los que están al frente de las instituciones. Por cierto, este comentario lo ponen en retroactivo y aplica igual. Que yo sepa, por lo menos hasta dónde la historia lo enseña, nosotros los sacerdotes no le damos permiso a nadie para que actúe en contra de la ética o la moral. Pero eso sí, como lo han dicho los obispos de Arizona recientemente, abrogarse el título de católico no es un asunto de grupo o del criterio individualista de nadie.
Mi fe, legítimamente no existe, entendida como un absoluto que rige mi actuar moral, porque resulta que yo no me di la fe a mí mismo. Alguien me llevó a la Fe, me educó en ella y me acompaña a practicarla. La Iglesia, contrario a lo que dicen algunos “ideólogos” que pululan por todas partes, no actúa de manera caprichosa ni fanática. Ella solo es depositaria y garante de una verdad que le ha sido confiada y la cual cuidamos, transmitimos y compartimos. No tenemos, ni queremos tener, un poder coercitivo.
Nosotros, sacerdotes y fieles, estamos sometidos por igual a esa verdad que se nos ha confiado. No la podemos acomodar a nuestro gusto y paciencia por quedar bien con este o con aquel o porque nos gusten los aplausos, de estos o aquellos. Cuando nos dicen que no somos democráticos o se nos acusa de intransigentes, tenemos que responder, con humildad, que la verdad, como la justicia, no son asuntos democráticos aunque es claro que, una democracia madura sostiene un sistema republicano, como nominalmente es el nuestro, para que se aplique la justicia, basada en la verdad.
Yo no puedo ser cristiano católico a mi medida. O lo soy asumiendo todo lo que ello implica aunque eso me haga menos popular, o sencillamente debo aceptar que he hecho de la religión una excusa y no una regla de vida. No puedo llamarme católico cuando sencillamente acepto las verdades que me convienen y rechazo las que no me resultan como tal. Esgrimir que somos un estado laico y que por eso hago lo que mi capricho visceral me dice, no hace sino convertir a la laicidad legítima en una vorágine de desencuentros y acomodos que siempre terminan acabando con lo más esencial del ser humano: su derecho a la vida.
Bien decía mi abuela que caras vemos… Lo más doloroso de todo esto, desde mi perspectiva de ciudadano y de creyente, es cuando por andar de supuestamente “transparentes” terminamos ofendiendo a las personas que más nos han acompañado, pero la soberbia, que solo escucha el eco o las voces ideologizadas, siempre es ingrata y muy mala consejera.