El 9 de diciembre, recordamos la figura del indígena San Juan Diego, a quien se le apareció la Virgen de Nuestra Señora de Guadalupe. Hombre de fe simple, con firme confianza en Dios y en la Virgen, Juan Diego es un testimonio actual para todos los laicos.
Las noticias que de él nos han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple, su confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad”.
Con estas palabras San Juan Pablo II honoraba la figura de San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el 6 de mayo de 1990, día de su beatificación. Doce años más tarde, en el 2002, el mismo Juan Pablo II lo canonizaría.
Un laico indígena siempre unido a Dios
Juan Diego nació en 1474 en Cuauhtitlán, entonces reino de Texcoco, perteneciente a la etnia de los chichimecas. Se llamaba Cuauhtlatoatzin, que en su lengua materna significaba «Águila que habla», o «El que habla con un águila». Laico, padre de familia, converso al cristianismo gracias a la presencia de los franciscanos en la Ciudad de México, siempre fue coherente con sus obligaciones bautismales, nutriendo regularmente su unión con Dios mediante la eucaristía y el estudio del catecismo.
El milagro de la tilma
En el relato de las apariciones, el Nican Mopohua, se resalta la humildad y la docilidad de Juan Diego. Teniendo la primera aparición el 9 de diciembre de 1531, en el Tepeyac, el Santo recibió el saludo de la Virgen: “Juanito; querido Juan Dieguito”.
La Virgen se presentó como «la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios». Al encargarle que en su nombre pidiese al Obispo franciscano Juan de Zumárraga, la construcción de una iglesia en el lugar de la aparición, el Santo contestó: “Señora mía: ya voy a cumplir tu mandato; me despido de ti, yo, tu humilde siervo”.
Ante la negación del obispo y después de otras apariciones, el 12 de diciembre, la Virgen le pidió subir hasta la cima de la colina del Tepeyac para recoger flores. Pese a la fría estación invernal y la aridez del lugar, Juan Diego mostró confianza, e hizo lo que la Virgen le pidió.
Al subir al monte y al encontrar las flores, las colocó en su “tilma” y, bajo petición de la Virgen, las presentó al Obispo como prueba de veracidad. Al abrir su «tilma», dejó caer las flores, mientras en el tejido apareció la imagen de la Virgen de Guadalupe. Desde entonces, la imagen se convertiría en el símbolo evangelizador de toda América Latina.
Juan Diego, acompaña a la Iglesia peregrina
Según los datos históricos, después de estos hechos, el Santo pidió vivir en una pobre casa junto al templo de la «Señora del Cielo», en el que pasaría sirviendo y orando hasta su muerte. Con su carisma humilde, muy escondido en el manto de la Virgen de Guadalupe, San Juan Diego nos muestra un camino de sencillez y humildad, de contemplación mariana y de fidelidad a la voluntad de Dios.
“¡Bendito Juan Diego, indio bueno y cristiano, a quien el pueblo sencillo ha tenido siempre por varón santo! Te pedimos que acompañes a la Iglesia que peregrina en México, para que cada día sea más evangelizadora y misionera”, dijo Juan Pablo II en la homilía de canonización del Santo, el 31 de julio de 2002.