Durante todo el tiempo de la Pascua, el “texto de clase” es el libro de los Hechos de los Apóstoles. No cabe duda de que en mucho tiene elementos ideales a la hora de presentar el desarrollo de las primeras comunidades cristianas. Sin embargo, eso no significa que dicho ideal, no hay que perseguirlo, que no debemos trabajar por alcanzarlo. Uno de los temas más bellamente desarrollados en este libro de texto, son los conflictos que surgieron en los primeros años de la vida de la iglesia y la manera en que el Espíritu Santo ayudó a los apóstoles, a resolverlos. Todo esto en clave misionera, de apertura, diálogo y sobre todo del respeto por la dignidad de cada persona y de cada comunidad.
Dos de los temas que tuvieron que ser resueltos en los primeros años, me parece que tienen un increíble paralelo con muchas de las situaciones que estamos viviendo actualmente, tanto a nivel eclesial como a nivel social. La primera gran crisis a la que tuvo que responder la Iglesia fue realmente un problema de lenguaje, un problema de comunicación. Muchos de los primeros miembros de la primitiva comunidad, aún y cuando eran judíos, habían crecido en la diáspora y por lo tanto no hablaban el arameo, que era la lengua que se hablaba en la Palestina de tiempos del Señor Jesús. A ratos pareciera que, entre nosotros, aunque hablamos el mismo idioma, los “lenguajes” son diferentes.
Cuando se quieren resolver las cosas lo primero que buscamos es encontrar punto de coincidencia. Esa desgraciada manera de proceder en la que hacemos oídos sordos al criterio de los demás, sólo nos está llevando a agrandar el abismo que hemos creído nos separa. Igual que en la iglesia primitiva, se superan las faltas de comunicación cuando todo se orienta a servir, y servir sobre todo los más necesitados, a los más débiles. Servir a los intereses de los poderosos de este mundo, de los líderes y de sus consignas y ser borregos de ideologías, siempre nos llevará a monólogos y al final, a la incomunicación.
El otro gran conflicto que tuvieron que resolver en los primeros años, giraba en torno a la imposición que algunos querían hacer de prácticas judaizantes, a personas venidas de otros contextos, del mundo pagano. No sé si algún día lograremos dimensionar el riesgo que se corrió de una ruptura, de un cisma que hubiese terminado llevándonos a ser una secta más del mundo judío. Lo resolvieron todo, después de una larga discusión y, sobre todo, después de escuchar sin interrumpir. No deberíamos tenerle miedo a las discusiones largas, pero si deberíamos tenerle pavor a la incapacidad de escuchar, de respetar las ideas ajenas. Eso aplica, para aquellos que queremos hacer de la Sinodalidad un modo de ser iglesia, como también aplica para una sociedad que debe superar la ideología del pensamiento único.