Estamos llegando ya al final del tiempo del Pascua y estos últimos días están marcados por dos celebraciones que a mi juicio pasan muy pero muy desapercibidas: la Ascensión del Señor y Pentecostés. Con respecto a la segunda espero poder referirme la próxima semana. La Ascensión es una de esas fiestas que pasa muy desapercibida porque alguno piensa que los extremos, es decir la Pascua y Pentecostés, son los acontecimientos que realmente importan. Además, admitámoslo, el desarrollo escriturístico y las reflexiones teológicas, en general, hablan muy pero muy poco de este misterio. Es una fiesta de paso. Estamos claros que la promesa del Señor no es que va a ascender, sino que va a derramar el Espíritu Santo, pero eso no quita el valor y lo que debe cuestionarnos su ascensión. Ascender en el fondo es siempre algo que nos desenfoca y nos desubica. Aunque suene ridículo está claro que no se asciende para abajo. Las oraciones propias de esta solemnidad ven las Ascensión como un elemento de victoria, de triunfo, casi como de meta alcanzada. En nuestro caso, de retorno al “lugar” de donde Él había descendido.
La eterna tentación que estamos llamados a superar, es precisamente a dejarnos de ubicar. Si recorremos la historia del pueblo de Israel, desde antes de su salida de Egipto y, sobre todo después de ella, nos daremos cuenta de que Israel es un pueblo en movimiento. De hecho, pasarán muchos siglos hasta que finalmente en el Monte Moria, Salomón construirá un espacio físico fijo como punto de referencia para el encuentro con Dios.
Hasta ese momento, Dios había preferido habitar en una tienda de campaña, es decir en un espacio móvil. Dios siempre nos desubica porque no quiere devolvernos personas acomodadas y mucho menos estancadas. Y aunque parezca contradictorio, por aquello de que su ascensión nos marca una meta, un lugar al cual aspirar, lo cierto es que esto mismo provoca o debería provocar en nosotros un constante deseo de desapego, de liberación de todo aquello que nos vuelve un polo a tierra y no una “antena” que comunica al cielo. La Ascensión pues, nos desubica y, al igual que los apóstoles, en un cierto modo nos hace recordar la ausencia física del señor Jesús entre nosotros. Es por eso que, cuando más experimentamos esa especie de orfandad, tal vez nacida de la sensación de abandono que nos provoca al ver tanta violencia, tanta injusticia, tanto odio, tanta división, debemos aprender de la primitiva comunidad cristiana que durante 10 largos días se dedicó a la oración y a mantenerse unidos. Hago notar que acabo de decir mantenerse unidos, no reunidos solamente. Es claro que, luchamos en un mundo que se enorgullece de dividirnos. Necesitamos un nuevo Pentecostés, pero estoy convencido de que el espíritu no vendrá sobre aquellos que, o nos quedamos con la boca abierta viendo el cielo o seguimos viendo hacia el suelo sin esperanza.