El Papa Francisco, en el tradicional Ángelus desde la Plaza San Pedro recordó que “la verdadera justicia de Dios es la misericordia que salva”. Estas palabras las mencionó con ocasión de la celebración de la fiesta del Bautismo del Señor. El Papa indica que, el Evangelio nos presenta una escena asombrosa: es la primera vez que Jesús aparece en público después de su vida oculta en Nazaret; llega a la orilla del Jordán para ser bautizado por Juan (Mt 3,13-17). “Era un rito con el que la gente se arrepentía y se comprometía a convertirse; un himno litúrgico dice que el pueblo iba a ser bautizado alma desnuda y descalza – alma abierta, desnuda, sin cubrir nada – es decir, con humildad con un corazón transparente. Pero, al ver a Jesús mezclándose con los pecadores, uno se asombra y se pregunta: ¿por qué Jesús hizo esta elección? Él, que es el Santo de Dios, el Hijo de Dios sin pecado, ¿por qué hizo esa elección? La respuesta la encontramos en las palabras que Jesús dirige a Juan: “Déjalo por ahora, porque es mejor que cumplamos toda justicia” (v. 15). Cumplir con toda justicia: ¿Qué significa?
Al ser bautizado, Jesús nos revela la justicia de Dios, esa justicia que Él vino a traer al mundo. Muchas veces tenemos una idea estrecha de la justicia y pensamos que significa: quien se equivoca paga y así satisface el mal que ha hecho. Pero la justicia de Dios, como enseña la Escritura, es mucho mayor: su fin no es la condenación del culpable, sino su salvación, su renacimiento, haciéndolo justo: de injusto a justo. Es una justicia que nace del amor, de esa profundidad de compasión y misericordia que es el corazón mismo de Dios Padre que se conmueve cuando somos oprimidos por el mal y caemos bajo el peso de los pecados y debilidades. La justicia de Dios, por tanto, no quiere repartir penas y castigos sino que, como afirma el apóstol Pablo, consiste en hacernos sus hijos justos (cf. Rm 3, 22-31), librarnos de las asechanzas del mal, sanarnos, hacernos nosotros arriba de nuevo. El Señor no siempre está listo para castigarnos, está con su mano extendida para ayudarnos a levantarnos. Y entonces comprendemos que, a orillas del Jordán, Jesús nos revela el sentido de su misión: vino a cumplir la justicia divina, que es salvar a los pecadores; vino a tomar el pecado del mundo sobre sus hombros y descender a las aguas del abismo, de la muerte, para recuperarnos y no dejar que nos ahoguemos. Nos muestra hoy que la verdadera justicia de Dios es la misericordia que salva. Tenemos miedo de pensar que Dios es misericordia, pero Dios es misericordia, porque su justicia es precisamente la misericordia que salva, es el amor que comparte nuestra condición humana, se acerca, se solidariza con nuestro dolor, entra en nuestras tinieblas para llevar retrocede la luz.
Benedicto XVI afirmó que «Dios ha querido salvarnos yendo él mismo al fondo del abismo de la muerte, para que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el cielo, encuentre la mano de Dios a la que agarrarse». y resucite de las tinieblas para ver de nuevo la luz para la que fue creado» (Homilía, 13 de enero de 2008).
Hermanos y hermanas, tenemos miedo de pensar en una justicia tan misericordiosa. Sigamos adelante: Dios es misericordia. Su justicia es misericordiosa. Dejémonos llevar de la mano por Él. También nosotros, discípulos de Jesús, estamos llamados a ejercer así la justicia, en las relaciones con los demás, en la Iglesia, en la sociedad: no con la dureza de quien juzga y condenar dividiendo a las personas en buenos y malos, pero con la misericordia de quien acoge compartir las heridas y fragilidades de los hermanos y hermanas, para resucitarlos. Me gustaría decirlo así: no dividiendo, sino compartiendo. No dividas, sino comparte. Hagamos como Jesús: compartamos, llevemos las cargas los unos de los otros en vez de charlar y destruir, mirémonos con compasión, ayudémonos. Preguntémonos: ¿soy una persona que divide o comparte? Pensemos un poco: ¿soy un discípulo del amor de Jesús o un discípulo del chismorreo que divide? El chisme es un arma letal: mata, mata el amor, mata la sociedad, mata la fraternidad. Preguntémonos: ¿soy una persona que divide o una persona que comparte?
Y ahora oremos a Nuestra Señora, que dio a luz a Jesús, sumergiéndolo en nuestra fragilidad para que volviéramos a tener vida.