Ante el hecho de la muerte, el relato evangélico nos presenta su antagonista: la vida. El vértice de este domingo quinto de Cuaresma es la maravillosa escena de Betania, el pueblo de estos hermanos: Lázaro, Marta y María. Donde Jesús a través de un diálogo con la hermana de Lázaro ya fallecido, le invita a esperar en lo imposible.
Ya el libro del Génesis había lapidado la expresión “Mot tamut” (ciertamente morirás) (2, 16), la condición humana no puede sino saber y esperar que por mucho que queramos escapar ella nos alcanzará. Pero aparece lo inesperado, sobre la cumbre del monte de La Calavera, también la muerte alcanza al propio Hijo de Dios, realizando así el cumplimiento definitivo de las promesas divinas, por medio de las cuales, un descendiente de la mujer (cf. Gn5,15) aplastaría definitivamente la cabeza de la serpiente, es decir, de aquél que nos ha tenido sometidos a semejante condena, y “por su muerte- reducir a la impotencia al que tenía poder para matar, es decir, al diablo” (Hb 2, 14).
Proclamado este Evangelio cercana ya la Pascua, nos es de invitación para contemplar el duelo entre la vida y la muerte, y como señalará el Pregón Pascual: “Muerto el que es la vida, victorioso se levanta”. La esperanza se hace pues, esperanza en Cristo, como Él se lo ha dicho a Marta: “¡Tu hermano resucitará!”, siendo Él mismo quien como el grano de trigo deberá caer en tierra para ser fecundo y dar fruto, nos enseña a confiar en el Padre, Él sabe y por eso le dice: “Tú no abandonarás mi vida en los infiernos, ni dejarás que tu fiel conozca la corrupción, sino que me enseñarás el camino de la vida, alegría perpetua en tu presencia, dulzura sin fin a tu derecha” (Sal 16). Con el relato de la resurrección de Lázaro, se anticipa esa resurrección presencializada: los que vivimos y creemos en Jesús como el Cristo de Dios, aunque hayamos muerto, viviremos y los que vivimos no moriremos para siempre.
Este es el anuncio pascual, que se anticipa a los hechos de la Semana de Pasión que se nos acerca. Cristo Jesús es la primicia de los que han muerto y que resurgirán para la vida verdadera y perdurable. Para eso murió y resucitó Cristo, dirá San Pablo, para que vivamos siempre junto a Él. Con este texto sagrado del Evangelio de hoy, podemos entrar a esta semana previa a las celebraciones de la Pascua, con un corazón bien dispuesto y deseo de vivir con discípulo las obras maravillosas de Dios que en su Hijo nos ha salvado del pecado y de la muerte. ¡Vamos con Él, pues, a Jerusalén!