Acercándonos al final del año litúrgico que termina con la fiesta de Cristo Rey del Universo, vamos considerando el estilo y perfil del Rey como de su reino. Hoy con la respuesta de Jesús al maestro de la ley, se desarrolla la teología de lo más importante en el reino de Él. El corazón de la ley divina no está en un acto particular, en una observancia, en una oración que hacer, se trata de una actitud radical y permanente.
El enamorado no lo es solamente por la mañana o por la tarde o cuando está con la persona amada. Lo es siempre, sustancial y constantemente, integral y totalmente. El escriba entendió bien la lección dada por Jesús y, como fiel discípulo, la repite pero le agrega un elemento más: “amar a Dios… y al prójimo… vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Con esta añadidura se evoca una tesis tan querida a los profetas que constituye casi el núcleo central de su mensaje. Oseas, por ejemplo, en un pasaje citado también por Jesús, afirmaba que Dios quiere “amor y no sacrificios” (Os 6, 6).
El rito y la oración no tienen sentido si no van acompañados también por la fe, por el amor, por la vida justa. Los dos amores, por Dios y por el hombre, deben enlazarse en la existencia y en las continuas elecciones morales. “Si uno dice ¡Amo a Dios! Pero odia a su hermano, es un mentiroso”, escribe San Juan en su Primera Carta (4, 20), y nosotros sabemos que en el lenguaje de Juan “mentiroso” equivale casi a “ateo”, a incrédulo. Así que cuando se está verdaderamente enamorado de Dios ya no es suficiente la simple participación en la liturgia, es toda la vida la que debe estar irradiada de ese amor que se extiende también al prójimo.
Si caminamos así ciertamente Jesús nos dice como lo hizo al escriba aquel día: “¡No estás lejos del reino de Dios!”. Así el discípulo de hoy atraído por el amor a Dios va dando pequeños pasos que le hacen verlo en quien le pide su ayuda o reclama un poco de su amor. Este amor debe ir creciendo poco a poco.