La pregunta que abre el diálogo de este pasaje evangélico es: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. En verdad, la pregunta no era “cuántos”, sino ¿“quiénes” son los que se salvan? La cuestión de fondo era, ¿los que nos salvamos somos solo nosotros, los judíos observantes? ¿o también se pueden salvar los demás? Y contra lo que nosotros pensaríamos, la respuesta que esperaban era la reductiva, ya que su práctica religiosa, esa que tanto criticó Jesús, era de una santidad excluyente de todos los que no fueran ellos mismos.
La respuesta de Cristo, por tanto, supone una ruptura con los criterios esperados, y se une a la corriente profética, primera lectura, de apertura a la universalidad de la redención. Para los cristianos, por tanto, la pertenencia a un grupo selecto no es garantía de salvación, ya que el camino hacia Dios es Jesucristo, la puerta por excelencia. Puerta estrecha en cuanto su acceso significa renuncias y opciones nuevas. O como dice la segunda lectura, de la carta a los hebreos, acceder por la puerta de salvación exige correcciones y perseverancia, pero alcanza frutos de paz y justicia. Para Jesucristo lo importante para agradar a Dios es cumplir su voluntad en la vida, y no tanto una pureza ritual y exterior.
Retoma Jesús al profeta Isaías, uno de los “profetas del reino de Dios”, para presentarse como el salvador de todas las gentes, venidas de los cuatro puntos cardinales, es decir, personas muy diversas. Y el signo será que juntos “se sentarán a la mesa en el reino del Señor”.
En la cultura antigua los poderosos ofrecían grandes fiestas para alardear de su riqueza y su posición social. Se invitaba por determinado orden a los comensales, y los que no cumplían los criterios de pureza quedaban excluidos. Qué sorpresa que Jesús nos habla de un Señor, que es Padre, y en cuya mesa podrán sentarse gentes muy diversas. Era un escándalo escuchar eso de un rabino judío, como era Jesús para ellos, porque juntarse a comer junto a paganos o pecadores hacía caer en impureza y por tanto alejaba de la salvación, al menos, según ellos la entendían. Y Jesús, no solo lo decía, sino que muchas veces lo hacía, y fue criticado por sentarse a comer con publicanos y pecadores. En definitiva, el banquete que Jesús anuncia es de inclusión. Y por ello, la Iglesia, como madre, abre a todos su casa, porque sabe que la mesa es de Dios mismo y todos sus hijos están invitados. Aunque, como sabemos, la respuesta a la invitación es muy variada y muchas veces insuficiente. La primera invitación, la del pueblo elegido, iniciado con los patriarcas, es ahora ampliada también a los paganos, es decir, a los no judíos, de manera que “hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”. Un día habrá un banquete en el cielo, hoy domingo celebramos el banquete eucarístico, como sacramento de él. Todos los días, estamos llamados a que nadie quede fuera de la mesa de la solidaridad y la amistad, signos concretos del banquete del reino de Dios.