Homilía del señor arzobispo para la solemnidad de Pentecostés

El Espíritu es plenitud Jn 20, 19-23

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El soplo de Jesús sobre sus discípulos los llenó del Espíritu Santo. Y con ello les transmitió la efusión de una fuerza interior que sostiene y llena todo. Porque el Espíritu llena, trasciende, plenifica. Plenitud es lo contrario de vacío, por lo que la verdadera receta contra el “vacío existencial” que sufren tantas personas es el Espíritu de Dios. Más aún, con el Espíritu todo tiene sentido y la vida es plena, que es una forma de decir que experimentamos la alegría de vivir. Descubrimos que hay una realidad suprema, buena y firme, que sostiene y dignifica nuestra existencia humana: el Dios de Jesucristo. Qué “paz en medio de la tormenta” cuando podemos experimentar el Espíritu en nosotros.

De la narración de los Hechos de los apóstoles tres detalles importantes: “llenó toda la casa”, es decir, el Espíritu lo invade todo, por ello en todo lugar y momento podemos conocer el bien y la belleza, si nos dejamos sorprender por el Espíritu de la verdad. En segundo lugar, el Espíritu se manifiesta como lenguas de fuego que “se posaban sobre cada uno”. Todos los que “estaban reunidos” reciben el mismo Espíritu, todos ellos. La sinodalidad eclesial nos recuerda que el Espíritu Santo habita en todos los que caminan juntos en comunión espiritual, y que, por tanto, ya que todos los bautizados son portadores del mismo Espíritu, en todos ellos se manifiesta. Y añade la primera lectura: “Son galileos los que hablan, pero los escuchamos cada uno en nuestra lengua materna”.

Al contrario de Babel, donde todos debían hablar uniformemente un mismo idioma, la unidad de Pentecostés consiste en que un mismo mensaje de esperanza es recibido por cada quién en su propia lengua. Lo que crea la comunión no es la unificación o la repetición, sino el mismo Espíritu de Amor que une en un solo corazón, respetando nuestros lenguajes diferentes. “Nadie puede reconocer el señorío de Jesús, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Podemos hacer obras buenas, decir cosas interesantes, tener buenos sentimientos, pero el paso a la fe en Jesucristo Redentor, solo por la acción de su propio Espíritu será posible. Pero no nos preocupemos, ese Espíritu que nos capacita para ser cristianos, lo hemos recibido ya en el Bautismo, como nos recuerda San Pablo en su carta a los Corintios. Presencia de Jesús es alegría. La paz de Jesús es un don.

El Espíritu, nos dice San Juan, viene de Jesús Resucitado, que “sopla” desde su interior, exhalando su íntimo aliento sobre los discípulos, justo después de decirles: “así los envío yo a ustedes”. Es decir, el Espíritu o aliento creador, es ahora el soplo que impulsa la Misión que han de cumplir. Y ¿en qué se manifiesta primeramente esta misión? En el perdón de los pecados. El perdón, que es un acto definitorio de la magnanimidad de Dios, por el don del Espíritu Santo se convierte también en una acción propia de los cristianos. Paz, alegría, perdón, ¿no son estos, elementos propios de una vida plena? Paz, alegría, perdón, los recibimos en grado máximo por el Espíritu Santo, por ello bien podemos decir, que el Espíritu Santo es la plenitud de nuestra vida.

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