Homilía del señor arzobispo para el XXX domingo del tiempo Ordinario

“Nuestro futuro es el Amor” (Mt 22, 34)

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Las preguntas capciosas a las que se ve sometido Jesús, lejos de opacar el mensaje nos lo explicita más si cabe. Esperamos que así sea también en estos tiempos sinodales, en los que no faltan las desconfianzas y presiones. Oremos para que éstas muestren justamente aquellos aspectos que más precisan iluminar. Seguramente las respuestas no estarán muy lejos de la que da Jesús: el amor. Todo discernimiento eclesial tiene que acercarnos más profundamente al amor a Dios y amor al prójimo, y como Jesús, hacerlo partiendo de las escrituras y la tradición, no cambiando nada, pero sí mostrando todo de manera nueva e íntimamente vinculada. Como vemos en estos pasajes que cita Jesús del Deuteronomio (Dt 6,5) y del Levítico (Lv 19,18), que nos instan a entender el amor a Dios y al prójimo como inseparables.

“Amarás al Señor con todo tu corazón, toda tu alma y toda tu mente”, es decir, estamos llamados a amar a Dios con todo lo que somos: nuestras fuerzas y sentimientos, nuestra realidad más profunda y trascendente, y también con nuestros pensamientos. Si alguien no está en nuestra mente difícilmente estará en nuestro corazón. Pensar en Dios es una forma de querer amar a Dios. Y llevando una vez más la respuesta a un nivel superior a la pregunta inicial, añade Jesús: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

En otros pasajes San Mateo explicita más en qué consiste ese amor, incluso a los enemigos. San Lucas nos regala la parábola de Buen Samaritano, para dejar claro quién es el prójimo a quién estamos llamados a amar de manera concreta y valiente. Surge una pregunta ¿cómo podemos amar a Dios si no lo podemos ver? Jesús, entrelazando de manera natural el amor a Dios y al prójimo, al que sí vemos, nos da ya una respuesta. Pero hay una respuesta previa: no podemos ver a Dios tal cual es, pero sí podemos conocer su amor. Él nos ha amado primero, y nos lo ha mostrado de muchas maneras, como la Sagrada Escritura nos cuenta, celebramos en los sacramentos, interiorizamos en la oración.

Nuestro amor a Dios es una respuesta a quién nos ha amado primero. Una bonita definición clásica de amor a Dios es: querer lo mismo, rechazar lo mismo. Amar a Dios es querer en todo cumplir su voluntad. De manera que no solo en el prójimo amamos a Dios, sino que en Dios es dónde realmente llegamos a amar al prójimo, al que quizá ni conocemos, pero en quién está la imagen de Dios. Otra pregunta que podemos hacernos es, ¿acaso puede mandarse el amor? ¿no es este algo espontáneo y libre? (Deus Caritas nn.16,17,18). Uniendo ambas respuestas, Jesús remarca que el amor es más que un sentimiento, que viene y va. El amor es una decisión, una renuncia, una voluntad, una vocación.

De hecho, el amor nunca se da por concluido, en el curso de la vida se transforma a sí mismo y por tanto permanece fiel. Amar a Dios y al prójimo de forma inseparable nos permite ver en el otro la imagen de Dios, por tanto, amarlo más aún. Y amando a los demás, acercarnos más a “Dios, que ama a los pobres y se complace en los que los aman” (San Vicente de Paúl).

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