Homilía del señor arzobispo para el XXV domingo del tiempo Ordinario

“En la plaza de los olvidados” (Mt 20, 11-16)

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Aquellos obreros que nadie había contratado en toda la jornada seguramente habían perdido la esperanza de ganar ese día el mínimo necesario para su mínima subsistencia y la de su familia. Nos vienen a la mente tantas personas que “viven al día”, y que muchas veces quedan olvidados en la plaza de la rentabilidad, sin que nadie les pregunte qué esperan o qué necesitan, y mucho menos quiénes son. Cuántas personas sin esperanza, que sufren con resignación la humillación de saberse “no necesarios”, últimos, olvidados.

A ellos llega ese Señor, que sale a todas las horas del día en busca de una humanidad necesitada. Un “dueño de la vid” que no solo le preocupa la productividad de su viña, sino la persona de los asalariados. La Iglesia no se cansa de recordar la irrenunciable dignidad del trabajo humano, y que cada trabajador es un fin en sí mismo, y no un medio de enriquecimiento ajeno. La doctrina social de la Iglesia proclama con claridad la prioridad de la persona en todo acuerdo laboral. Esta parábola está llena de una profunda experiencia de aspiraciones humanas a un trabajo digno, así como de un sano realismo sobre los conflictos más frecuentes en el ambiente de trabajo, que no están exentos de abusos y envidias.

Una vez más, Jesús supera la lógica humana, lo cual es interpretado equivocadamente como una injusticia. La lógica de los hombres, y con ella su justicia es: el que más puede que sea primero, el más capaz que gane más. Aparente criterio justo que pronto genera y justifica enormes injusticias, apareciendo pronto los descartados y “olvidados en la gran plaza” de la indiferencia. Para los cristianos las personas no son valoradas por su “fuerza de trabajo” o por su influencia política, sino por su dignidad misma de hijos e hijas de Dios.

Los que habían llegado primero, aunque también son peones agrícolas, mantienen una lógica mundana de retribución individual. Qué triste es cuando olvidamos a nuestros semejantes, simplemente porque son más pobres que nosotros. La respuesta del dueño cuando le reclaman, tiene dos partes: primero, no hay injusticia, “se te ha pagado conforme a los acordado”, no conforme a tu ambición. Segundo, cumplido el mínimo de la justicia, vamos al “nivel” de la misericordia. Justicia y misericordia no son opciones distintas, sino unidas. “¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”.

Es una frase de enorme actualidad, que desenmascara la triste ambición por la que cerramos nuestro corazón a los más desfavorecidos pensando solo en nuestras necesidades. Envidia significa entristecerse por el bien del otro. Qué triste es la envidia y qué poco cristiana. En quienes se saben amados y llamados “desde primera hora” no cabe ni la envidia ni el olvido, sino la alegría y el honor de poder colaborar con el Señor en el cuidado de su viña, satisfechos de poder hacer la voluntad de Dios en su vida, y no desesperados en la plaza del olvido. Porque los cristianos no somos olvidados, sino llamados por Dios.

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