Homilía del señor arzobispo para el XXIV domingo del tiempo Ordinario

“No cuánto, sino cómo perdonar” (Mt 18, 21-35)

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Frente a la cuestión práctica de Pedro, ¿cuántas veces tengo que perdonar? La respuesta final de Jesús no es cuánto, sino cómo. A una pregunta que buscaba una justificación o un cumplimiento, inicia Jesús siguiéndole la lógica numérica a Pedro, pero forzando su respuesta rompe esa lógica llevándola a ese “siete por siete” que indica un número incontable. Lleva la cuestión a la dimensión del infinito, que supera toda capacidad humana, y que al mismo tiempo es parte necesaria de la realidad humana. Esperaba Pedro, como muchas veces nosotros, una respuesta “de lo mínimo”. ¿Cuánto es lo mínimo para cumplir? Y en cambio el Evangelio no es de “mínimos sino de máximos”.

No se trata de lo justo para aprobar, sino la meta mayor que siempre nos supera, porque solo lo que es más grande que nosotros realmente nos atrae y merece la pena. El perdón, eso sí, no es algo tan sencillo. Incluye la decisión de la propia persona, pero no basta la propia voluntad. El perdón, como expresión de la misericordia y del amor que desea la vida del pecador, es un elemento divino. Más que una acción práctica, para “sobrellevarnos bien”, se trata de un don recibido y compartido. Perdonados, perdonamos.

Esa es la dinámica cristiana que nos hace agradables a Dios, quien no duda en pedirnos a nosotros compartir el perdón que hemos recibido. Aquí entra un elemento importante: la experiencia de perdón. Muchas personas no han conocido más que la intransigencia y la amenaza en sus vidas. Para ellos se les hace difícil, pero no imposible,  conocer otra manera de ser. La iglesia tiene que ser el rostro de la misericordia de Dios, para que el mundo conozca que es posible el amor, y en él el perdón.

Así mismo, para experimentar la necesidad de perdón, necesitamos ser conscientes de nuestros pecados. Sin conciencia de pecado, nos creemos buenos y que no necesitamos pedir perdón. Y si nos creemos buenos, lo que hacemos es exigir a los demás que sean buenos “como nosotros creemos serlo”. La persona que se cree buena no es capaz de entrar en el dolor del pecador, como el se siente fuerte no es capaz de comprender la fragilidad del débil. Sin experiencia del propio pecado, qué difícil es comprender el de los demás y sentir compasión.

El rencor daña, el perdón sana. La conclusión de Jesús al cerrar la parábola es muy exigente, pidiendo perdonarnos unos a otros de corazón. Aquí se rompe totalmente la lógica que planteaba Pedro, porque no importa cuántas veces perdones externamente, si guardas en ti resentimiento o sentimiento de superioridad. Perdonar de corazón es entrar en nosotros mismos, para borrar en nuestra memoria la ofensa del otro, y traer a nuestros labios palabras de comprensión y perdón. No importa cuántas veces, mejor ni contarlas. Lo que importa es que pidamos a Dios su perdón, que nos sane y nos capacite para perdonar de corazón a los demás. En otras palabras, que nos haga capaces de orar como él nos enseñó: “perdona Señor nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

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