Homilía del Señor Arzobispo para el XVIII domingo del Tiempo Ordinario

“Yo soy el Pan de Vida. El que viene a mí, no tendrá hambre, y el que cree en mí, no tendrá sed jamás” (Jn 6,24-35)

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Esta es la afirmación central que hace Jesús en el Evangelio de hoy: “Yo soy el Pan de la Vida”. Jesús ha venido para que tengamos vida… El maná no era el pan del cielo, ni dio vida definitiva; esta vida el otro Pan que tiene su origen en el Padre. Él, Jesús, es el verdadero Pan que da la Vida al mundo y alimenta la necesidad más profunda que hay en el corazón humano: la necesidad de vivir plenamente. Todo ser humano puede escuchar dentro de sí una llamada profunda a vivir en plenitud. Este pan que es Jesús es expresión de la plenitud humana: “El que viene a mí, no tendrá hambre y él que cree en mí, no tendrá sed jamás”.

El ser humano tiene hambre y sed más profundas que las de un alimento caduco y de una salud pasajera. El ser humano tiene hambre y sed de un amor infinito: hambre y sed de Dios. Tendríamos que preguntarnos, ¿Cuáles son mis hambres más profundas?, ¿Con qué panes las alimento? ¿Es Jesús para mi el de mi vida? Hoy necesitamos redescubrir de nuevo a Jesús como el “pan que sacia nuestra hambre”. En nuestra sociedad, muchas personas se mueven exclusivamente por el afán de acumular y de tener bienes materiales y de disfrutar de ellos al máximo… Esta ansia insaciable de poseer, de consumir y de gozar, acaba sofocando el anhelo más profundo de vida que llevamos dentro.

Son muchos hombres y mujeres para quienes lo importante es vivir cada vez mejor, disfrutar de más seguridad y dinero… El que posee una seguridad económica puede lograr el reconocimiento de los demás, la autoafirmación personal, en definitiva, la felicidad…Pero la sociedad del bienestar crea un modo de vivir tan superficial que nos deja una honda insatisfacción y una ausencia de sentido de nuestra vida. Al comienzo del Evangelio Jesús les ha dicho: “me buscan no porque han visto signos, sino porque comieron pan hasta saciarse. Trabajen no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna”.

No basta alimentar nuestra vida de cualquier manera. No es suficiente lograr nuestro bienestar material. Necesitamos un alimento capaz de llenar nuestro corazón sediento de infinito. Por eso, Jesús les ha insistido: “trabajen, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna”. Hoy Jesús nos está planteando la pregunta: “¿Para qué estoy trabajando?”, “¿Trabajo para vivir o vivo para trabajar?”. La vida se nos escapa en esta cultura tan superficial en la manera de vivir en que todo lo reduce al tener, al consumo y al divertirse. “En verdad, en verdad les digo no fue Moisés quien les dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo”. Ciertamente aquello no era más que un símbolo.

La realidad está en Jesús, que es el verdadero Pan del cielo, que alimenta nuestra vida. El pan del cielo es el pan de vida, el que no sólo sirve para sustentar la vida, sino que le da sentido. El pan que da el Padre es el que perdura. Es perecedero el pan que sólo sirve para consumir y nos hace consumidores. Perdura el pan que se reparte y comparte y que nos hace hermanos. La muchedumbre parece haber comprendido: “Señor, danos siempre de este pan” pero, en realidad, no comprenden el valor de lo que piden y andan lejos de la verdadera fe… Entonces Jesús, para evitar todo equívoco aclara: “Yo soy el Pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”. Jesús es el don amoroso del Padre a cada ser humano. Todos llevamos dentro un deseo incontenible de infinito, un deseo de alcanzar la fuente de un amor que calme el ansia de amar. Sí, llevamos en nuestro interior una nostalgia que nos arrastra hacia Él. Ese deseo es el que nos abre espacio a Dios y nos ensancha hacia una plenitud de vida. Jesús es la Palabra que alimenta nuestra vida y la llena de sentido.

Solo Él nos da la vida definitiva. Solo él puede llenar nuestro corazón sediento. Todo el Evangelio es una llamada insistente a vivir y a vivir en plenitud. Todos llevamos dentro el fuego de la vida. Todo ser humano siente bullir en él, en determinados momentos, el flujo ardiente de la Vida. Pero, lamentablemente, mucha gente se contenta con pequeños deseos y pequeños placeres. Se construyen una vida sin mucha pasión y sin mucho entusiasmo, una vida un poco apagada. ¡Cuántos seres humanos se secan y mueren en la soledad sin poder entrar en una verdadera comunión con Aquel que es la Fuente de la Vida! Que hoy podamos recibir a Jesús, el Resucitado, como Pan de Vida y decirle: Tú, Señor, eres el verdadero pan de vida. “Señor, danos siempre de ese pan”.

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