Contemplemos a la Inmaculada Concepción

Por María Eugenia García Fonseca y Doraydee Castellón Vogel

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Antes de la proclamación oficial del dogma de la Inmaculada Concepción por el Papa Pío IX, el 8 de diciembre de 1854, la fe del pueblo ya se había anticipado a este triunfo, es por esta razón que el siglo XVII surgió un movimiento de los artistas más famosos para plasmar a la Purísima en iconografías con el fin de promover su devoción en la piedad popular.

Al contemplar a María Inmaculada apreciamos la belleza sin par de la creatura sin pecado y por eso cantamos: “Toda hermosa eres María”, igualmente experimentamos en nuestro interior la invitación de Dios para que, aunque heridos por el pecado original, vivamos en gracia, luchemos contra el pecado, contra el demonio y sus acechanzas.

En el Jardín del Edén, (Ge. 3, 2) Eva aparta su mirada de Dios y la dirige hacia la serpiente, con quien entabla conversación y se deja seducir. Una vez consumado el pecado siente miedo, experimenta la desnudez y el desamparo, su concepto de Dios se obscurece y corre a esconderse lejos de su mirada. 

Cuando contemplamos a la Virgen María (la nueva Eva) en la pintura de Mariano Salvador Maella, vemos como toda su corporeidad está totalmente dirigida en Dios con la mirada fija al cielo, no la distrae nada, ni si quiera la serpiente amenazante que rodea sus pies. De esa forma vence el mal automáticamente y en ello radica la grandeza de María. 

Es menester cultivar una devoción cercana con la Madre para llegar al Hijo, pues quien mejor que Ella para enseñarnos a cumplir el plan divino, un plan que Dios mismo ha grabado profundamente en cada corazón humano.  

La santidad es algo que la Bienaventurada Virgen María desea que todos sin excepción alcancemos y vivamos diariamente, pues como buena Madre desea llevarnos a Dios que dirijamos nuestra mirada hacia Él.

Al contemplar esta iconografía aprendemos que María es sencillamente el camino más corto y seguro para llegar a Cristo y por Él al Padre, y ahí el contenido de nuestra santidad. No se trata de una devoción más sino de algo básico y fundamental en nuestra vida cristiana (cf: “Teología de la Perfección cristiana”, P.1, Cap IV ; “La Virgen María y nuestra santificación”, Antonio Royo Marín, BAC).

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