Hoy hemos escuchado tres sugerentes parábolas, todas ellas referentes al reino de los cielos: la del “trigo y la cizaña”, la del “grano de mostaza” y la de “la masa y la levadura”. La primera es explicada en casa a los discípulos. Este detalle se ha interpretado que es en la comunidad eclesial, donde las escrituras son anunciadas, escuchadas y comprendidas en su profundidad. La primera lectura nos dispone sobre todo a comprender la parábola del trigo y la cizaña, la cual hace referencia a un gran misterio de nuestra realidad: la convivencia entre el bien y el mal. Algo que no deja de angustiarnos, y que nos cuesta de comprender. El dueño del campo muestra una serenidad grande y un gran cuidado para que no se pierda ninguno de sus hijos: “esperemos, porque junto a la dañina cizaña, podrían arrancar también el inocente trigo”.
La mayoría de nosotros quisiéramos que ya fuera arrancada la cizaña, o cuanto menos, dejará de venir el “enemigo” a sembrarla. Como dicen, bastante tenemos con nuestras propias debilidades, que, si además nos hacen daño desde fuera, sufrimos mucho. ¿Por qué Dios permite que el mal nos siga golpeando? No es fácil la respuesta. O, mejor dicho, la respuesta de Dios, es que sigue manifestándose muy indulgente con todos, aunque bien nos aseguraba Jesús que “no hay nada oculto que no llegue a saberse”. En este sentido, podríamos decir que “el debate del discípulo” radica en “el tiempo”.
Así lo manifiesta la prisa de los criados de la parábola y la admirable paciencia del dueño del campo. Recordemos que el dueño es paciente, pero no permisivo, ya que en la siega final (la que llevarán a cabo los ángeles), la cizaña será apartada y quemada. Porque el mal es fruto del pecado, se identifica con la muerte. Las prisas nos caracterizan a nosotros y la paciencia a Dios.
Comprendemos mejor el libro de la Sabiduría si recordamos que en él nos habla la experiencia de generaciones de creyentes, que han sufrido pérdidas y también recibieron dones maravillosos, destierro y liberación, daños ocasionados y daños padecidos, y una multitud de experiencias contradictorias cargadas del trigo y la cizaña de la historia… pero en todo ello nunca ha faltado la presencia de Dios. Un Dios que se revela siempre a pesar de la incomprensión, el egoísmo, la maledicencia de los hombres.
Más aún, un Dios que, en medio de tantas injusticias, persevera en su justicia. Un Dios clemente y compasivo, cuyo reino empieza en lo pequeño, -como una semilla de mostaza-, pero que crece y hace crecer la masa como levadura del mundo. Por tu paciencia Señor, “Colmaste a tus hijos de una hermosa esperanza, permitiéndoles arrepentirse después de haber pecado”. En definitiva: “Señor, al controlar tu poder, nos juzgas con benignidad y nos gobiernas con gran indulgencia”.
De aquí podríamos decir, ¿no es acaso la indulgencia una bella parábola del poder de Dios? Mientras nosotros queremos mostrar nuestro poder con intransigencia, castigo y fuerza, Dios, conforme se a su encarnación, sigue mostrando su poder en la paciencia, la indulgencia y la fragilidad. La paciente indulgencia de Dios manifiesta su grandeza.