Homilía del señor arzobispo para el XII domingo del tiempo Ordinario

“No tengan miedo” (Mt 10, 26-33)

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No tengan miedo, repite Jesús por tres veces en este pasaje evangélico. Una triple afirmación que entendemos mejor escuchando “la confesión” del profeta Jeremías: “me acechan los enemigos… pero el Señor está conmigo”. Será bueno que nosotros mismos repitamos con frecuencia esta frase: “no tengo miedo, porque el Señor está conmigo”. De alguna manera, temer es desconfiar que el Señor nos acompaña.

Pero por otra parte, el miedo es una emoción primaria, que cuando es moderada, nos ayuda a estar alerta y cuidarnos de los peligros físicos, sociales o morales. El problema es cuando entramos en “pánico”, es decir, cuando el miedo nos paraliza y confunde. Eso ya no es bueno en ningún aspecto. Pero no hemos de caer en simplificaciones, como decir, “si tienes miedo es que no tienes fe”. Afirmar eso sería muy precipitado.

Jeremías sí tenía fe, pero hasta sus más cercanos le habían traicionado, sus seguridades humanas se tambaleaban y él era consciente de ello. Para una persona de la época eso le llevaba a pensar que también Dios le había abandonado. La valentía y la sabiduría creyente de Jeremías consisten en controlar su pavor y serenamente afirmar que el mismo Dios que lo había llamado y puesto en esa situación de “terror en derredor”, seguía estando ahí como su “poderoso defensor”. Se cumple en Jeremías que “si temes a Dios, no temerás a los hombres”. De hecho, esa situación de persecución y desencanto, donde pareciera que nadie nos entiende, es en la que emerge con más fuerza nuestra fe en el Señor, el que siempre nos comprende. ¿Por qué? Porque él mismo ha pasado por la decepción, el abandono, la persecución…

La fe se contrasta y se fortalece en la prueba. Tres veces insiste Jesús: no tengan miedo a la verdad (“nadahay oculto que no llegue a descubrirse”), no tengan miedo a la vida (“no teman los que pueden matar el cuerpo, pero no el alma”), no tengan miedo al amor (“ustedes valen más que los pajarillos”). En el fondo se trata del miedo a “perder”: perder la razón; perder esta vida; perder el amor de los demás. Humanamente es muy comprensible, pero conviene, desde la fe, recordar que todo lo bueno que tengo son dones que he recibido gratuitamente. Y lo gratuito no se pierde, se da; no se compra, se recibe.

Cuando confío en Dios: vivo en la luz de la verdad porque sé que nada está oculto a él; no guardo mi vida para mí, sé que quién me la dio en la tierra me espera en el cielo; tengo paz, porque sé que Dios me ama, no por mis méritos, sino porque soy imagen y semejanza de él. Sencillamente, cuando confío en Dios Padre, soy capaz de amar como lo amó su Hijo Jesucristo. En definitiva: no tengamos miedo de decir la verdad, de vivir la vida con intensidad, y de amar con todas nuestras fuerzas a Dios y a los demás.

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