El nacimiento de la Iglesia apostólica fue de esta manera: “al ver Jesús a la gente, sintió compasión, porque estaban cansados y perdidos, como ovejas sin pastor”. Es decir, como más tarde mostrará en la cruz, la Iglesia nace de las entrañas de Jesús. Sin su compasión por nosotros la Iglesia no hubiera nacido. Si, como dice San Pablo en la carta a los Romanos, no nos merecíamos a Cristo, tampoco a la Iglesia que brota de su corazón. Qué agradecidos debemos estar de tener a la Iglesia, sin ella ¿Dónde estaríamos? Jesús no llama a los apóstoles por sus cualidades, sino para darles autoridad para vencer al mal y para curar dolencias, y, con ese poder confiado, constituir la Iglesia y que ésta sea “en el momento presente, artífice de la obra de reconciliación”. Conforme al proceder de Jesús, si la Iglesia no desenmascara al maligno y no consuela al herido, no está cumpliendo su misión.
Más aún, si la Iglesia no es compasiva, entonces, no es. La compasión no es una “cara amable” de la Iglesia, ni mucho menos su aspecto débil o permisivo, sino su entraña más profunda (cf. Misericordiae Vultus). La gente, cómo aguarda de nosotros una palabra amable, una respuesta comprensiva, un gesto de cercanía. Profundicemos un poco más. La compasión como una forma de ser, no una estrategia de éxito. La compasión -que libra del castigo merecido- no excluye la justicia y la verdad, sino que las hace visibles y las guía. Cuando no mostramos compasión en nuestra vida eclesial, estamos opacando el corazón de la Iglesia o sea, el corazón de Jesús. Recordemos en este sentido la escena de la adúltera: Jesús no ignora el pecado de ella, y le dice que no peque más, y expone un pecado social también, pero también se niega a castigarla con dureza.
En Jesús se da esa difícil unión de exigencia y comprensión, imparcialidad y sensibilidad, generalidad y concreción, globalidad y cercanía…Y la otra gran característica de la misión eclesial es la gratuidad. “Lo que gratis recibisteis, dadlo gratis”. Gratis lo recibisteis, porque no podíais comprarlo, dadlo gratis, para que a todos pueda alcanzar, como en el relato de la multiplicación de los panes. La gratuidad, forma también parte esencial de la Iglesia, porque ella misma vive de la Gracia de Dios, y es su mediadora para todas las gentes. El apóstol no es sin el “colegio apostólico” representado en el número 12. Pero cada apóstol tiene un nombre, una llamada personalizada, una decisión libre, un envío concreto. Así hoy cada uno de nosotros somos llamados, fortalecidos y enviados, de manera distinta, pero todos con una misma misión: trabajar en la mies del Señor. El primer enviado es Cristo, que asume y comparte su misión, cuando el mismo ve la situación de la gente. Nosotros, hoy, llamados, instruidos y enviados por Jesús, entenderemos mejor nuestra misión, cuando seamos capaces de ver a las personas con la mirada compasiva de Jesús.