Homilía del Señor Arzobispo para el V Domingo de Cuaresma

“Queremos ver a Jesús...” (Jn 12, 20-33)

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Unos griegos que habían acudido a Jerusalén para celebrar la fiesta le dicen a Felipe: “Queremos ver a Jesús”. El texto indica también que dichos griegos iban a Jerusalén para dar culto a Dios en la Pascua que allí se celebraba.

Los griegos querían ver personalmente a Jesús, deseaban entrar en contacto con Él. Seguramente habían oído hablar de Él y de sus obras y se había despertado en ellos un profundo deseo de encontrarse con Él.

Actualmente, en el contexto cultural en que vivimos: ¿Quiénes quieren ver a Dios o a Jesús hoy? Hoy también, como los griegos, hay muchos buscadores de Dios, sedientos del Infinito. La gente busca una referencia que les sirva de orientación, que despierte la esperanza y una respuesta al deseo de vivir que llevamos dentro. Pero a veces la respuesta a esa búsqueda que nuestra sociedad ofrece es ambigua y crea confusión en las personas.

Nosotros como estos griegos sentimos el deseo ardiente de conocer a Jesús, de redescubrirle de nuevo y de acercarnos a Él. Pero, ¿Quién o qué nos facilitará el camino para encontrarnos con Él? En estos días podemos hacer como los griegos: tomarnos un tiempo para acercarnos a Jesús, para buscarlo y para adentrarnos en el misterio de su amor infinito. Resulta que cuando Andrés y Felipe le comunican a Jesus que unos griegos le buscan, Jesús contesta: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”.

Jesús se dirige no a los gentiles, sino a sus discípulos y declara por primera vez que ha llegado la “hora” en que se manifestará la “gloria” del Hijo del Hombre, es decir, se va a manifestar su amor fiel hasta el final, hasta la entrega de su vida. Por tres veces se repite la palabra “hora” “Es la “hora del amor”, de la manifestación del amor hasta el extremo. “Ha llegado la hora” para todos… ¿Cuál es esa “hora”? Cada uno de nosotros nos podemos preguntar, ¿Ha llegado para mí la hora?, ¿Ha llegado la hora de optar por el amor como forma de vivir? Se trata de vivir cada día, cada momento siguiendo a Jesús y recorriendo su camino.

Es decir, vivir la vida con un dinamismo de entrega total, defendiendo la vida, dando vida, y despertando vida. Jesús explica todo esto con una pequeña parábola: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Se refiere a su muerte y quiere decir que no se puede producir vida sin dar la propia; quiere decir, que la Vida es fruto del amor. La vida no puede brotar si no hay un verdadero amor.

Jesús mismo es el grano de trigo al que matan y entierran, Jesús es trigo de amor que muere como semilla fecunda, vida que triunfa en la muerte. En la imagen del grano que muere en tierra, Jesús afirma que el ser humano lleva dentro de sí un potencial de vida, pero para que se libere, se necesita optar por vivir el amor verdadero. Morir para dar “mucho fruto” es dejar de aferrarnos a las falsas seguridades: el tener, el poder, el aparentar… Solo es posible dar fruto si la vida del amor y de la luz brota de nuestros corazones, de ese lugar profundo donde nos sentimos amados y sostenidos por Jesús, el Señor. Jesús a continuación afirma: “El que se ama a sí mismo se pierde y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la Vida Eterna”. ¿Qué quieren decir estas palabras tan mal comprendidas? Quieren decir que dar la propia vida es la suprema medida del amor y esto no es una pérdida para nadie, sino su máxima ganancia. Quiere decir que vivir de manera egocéntrica es perder lo mejor de la vida. Jesús no menosprecia la vida sino todo lo contrario, quiere decir que solo cuando vivimos plenamente logramos esa plenitud de vida a la que estamos llamados. “Ahora mi alma está agitada”.

Jesús se siente nervioso, se da cuenta de que su vida llega al final. Es un momento en que Jesús se siente triste, Jesús no es un estoico, no va a la muerte con la sonrisa en los labios. Le asalta la tentación de pedir: «Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida». En tan apremiante invocación se percibe un preludio de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la soledad y el miedo, lo veremos implorando al Padre que aleje de Él la prueba terrible. El Padre le hace sentir el consuelo y la fortaleza.

“Vino una voz del cielo: lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La voz es signo de la presencia del Padre en este momento dramático de su vida. Esta voz solo la oye Jesús en el interior de su corazón, los demás solo creyeron que era un trueno. Es como si el Padre le dijera: Eres mi Hijo, estoy contigo, tu muerte será el principio de una vida nueva, será una luz que no se apagará nunca. Hoy, vueltos a Él, quisiéramos decirle: Señor Jesús, deseamos verte en esta hora en que, como el trigo, caes en tierra y germinas en fruto de vida y de esperanza. Tú nos descubres que amar hasta entregar tu vida es encontrarla y vivir plenamente.

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