En el Evangelio de hoy nos admira la incomprensión respecto a Jesús de su propia gente en la sinagoga de Nazaret. Anteriormente Ezequiel nos dice en la primera lectura que el Espíritu entró en él y su vida se convirtió en un instrumento de Dios. Recordemos que el propio Jesús, en otro momento similar, también se presenta movido por el Espíritu Santo. El profeta -cuánto más el Mesías- está movido por el Espíritu Santo.
Pero hay un detalle importante: para poder reconocerle, también los que lo ven necesitan tener ese mismo Espíritu. Jesús es Dios, pero sus vecinos, por falta de fe, no le reconocen como tal, no escuchan con reverencia sus palabras ni aceptan el valor salvífico de sus obras. En definitiva, les falta la luz interior del Espíritu, el cual no se concede por “derechos adquiridos”, sino por una disposición humilde y sencilla. Es decir, sin la fe de los oyentes, el anuncio de la salvación no encuentra recepción adecuada. Por ello Jesús saliendo de Nazaret, recorría las aldeas de los alrededores, movido por el deseo de ser escuchado y aceptado.
Alguien ha definido este santo deseo como “la búsqueda del creyente” por parte de Dios. Lo que nos plantea el evangelista es la sorprendente “normalidad” de Jesús. O como se dice también, la “revelación de Dios en lo ordinario”. De hecho, lo extraordinario, en este caso el milagro, no es posible, no por culpa de Jesús, sino por la falta de fe de los suyos. Es la fe la que propicia lo extraordinario, y no al revés. Curiosamente, la tendencia de las últimas décadas en algunos católicos es a remarcar elementos devocionales, revelaciones personales, supuestas manifestaciones sobrenaturales… es decir, una tendencia a remarcar lo llamativo para fortalecer la fe. Pero, cuando pedimos a lo “extraordinario” que se haga ordinario, en verdad lo que hacemos es negar el valor santo que la vida diaria de cada bautizado puede adquirir por la gracia de Dios.
En el fondo negamos el “misterio de la debilidad” que es el elegido por Jesús. Él escoge una forma sencilla mientras nosotros, movidos por la exaltación del poder humano, buscamos entre los grandes al que eligió hacerse pequeño. Camino equivocado. Esta tendencia, que toma diversas formas, considera la vida diaria de las personas -normales como nosotros- “lugar insignificante para la fe”. Como decimos, justo lo contrario de lo que encarnó y enseñó Jesucristo: las pequeñas cosas de la vida son muy importantes para las personas y también para Dios.
Los relatos evangélicos, tantas veces, nos muestran a Jesús hablando y actuando de forma sencilla y humilde. La clave de comprensión, como decíamos, es el Espíritu Santo, el mismo que habita en nosotros por el bautismo, y que nos hace capaces de ver lo que otros no ven, creer lo que otros niegan, hacer lo que otros rechazan. En definitiva, el Espíritu Santo nos permite compartir y aceptar con Cristo la lógica de la cruz, es decir, la cercanía y el amor de Dios que se hace débil por nuestra salvación.