Homilía del señor Arzobispo de Tegucigalpa para el XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

‘’Un gran banquete, mesas para todos’’.

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El evangelio de hoy nos presenta dos parábolas sobre el Reino de Dios unidas por el sugestivo tema del banquete. Es frecuente, sentarse en un banquete de bodas en mesas redondas, que facilitan el encuentro y ayudan a estrechar lazos a través del diálogo abierto. Como saben estes mes de octubre se está realizando en Roma el Sínodo “para una Iglesia sinodal en comunión, participación y misión”. Y habrán podido observar, en las fotos difundidas, que los participantes están sentados en grandes mesas redondas, donde cardenales, obispos, presbíteros, personas consagradas y laicos están sentados en la misma mesa (redonda), orando juntos, hablando y escuchándose, unidos por la dignidad bautismal. De alguna manera, dicha disposición del espacio nos evoca el gran banquete, del que nos habla hoy Jesús.

Participar en un banquete y la posición en el mismo, confería un estatus social, como a veces sigue ocurriendo en nuestros tiempos. Aquel señor invitaba a un grupo selecto, expresando un privilegio ya que conforme a la importancia de los invitados así se valoraba el banquete. En cambio, el banquete del Reino no es importante por los invitados, sino por quién invita: Dios mismo. El Señor invita a los que no pueden devolver el favor, a los que otros olvidan en las duras encrucijadas de la vida. Y así, los últimos pasan a ser los primeros. No nos extrañe pues, que también hoy algunos entre nosotros, se resistan a un Reino de Dios entendido así, donde los olvidados del orden social y económico están sentados a la nuestra mesa. ¿O deberíamos decir, nosotros invitados a la suya, ya que es la mesa de Jesús?

Tristemente, algunos (pocos) miran bien a qué misa van o no van, para no tener que sentarse junto a los excluidos, temiendo ser confundidos con ellos. Y también, por otro lado, algunas personas, acostumbradas al doloroso rechazo de los demás, les cuesta descubrir que la invitación de Jesús es para todos. Porque este caminar todos en armonía -sin privilegios ni discriminaciones-, es lo propio de nuestra Iglesia, que se convierte de esta manera, en signo del Reino de Dios.

Pero tengamos cuidado, no basta con entrar al banquete eucarístico: debemos además vestir un estilo de vida consecuente con lo que celebramos, llevando siempre el traje del amor, el respeto y la ternura. No basta estar bautizado y haber hecho la primera comunión, el Señor que nos ha llamado a su mesa, nos ha revestido de su Espíritu, y -nos atrevemos a decir que- nos ha dado a los cristianos dos trajes, ambos importantes y dignos: el “de gala”, para participar los domingos en el banquete celestial de la misa, y otro “de trabajo”, para que toda la semana vivamos con justicia y verdad, yendo a los cruces de los caminos a decirles a los alejados y desanimados, que en las mesas (diversidad) del banquete de Dios (comunión) hay sitio para todos. Sencillamente, no dudemos tanto: esto es Sinodalidad, ésta es la Iglesia que Jesús nos pide en el Evangelio.

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