Salvatore Cernuzio-«Cuando Jesús habla del Juicio Final, dice a algunos: ‘Vengan conmigo’. Pero no dice: ‘Vengan conmigo porque han sido bautizados, porque han sido confirmados, porque se han casado por la Iglesia, porque no han mentido, porque no han robado…’. ¡No! Dice: ‘Vengan conmigo porque han cuidado de mí. Tú me has cuidado’».
Páginas arrancadas del Evangelio las vividas esta mañana, 10 de septiembre, en Dili, segundo día del viaje del Papa Francisco a Timor Oriental, en la casa Irmãs Alma. Una estructura de ladrillos, alfombras rojas y paredes pintadas de blanco, donde desde hace años las hermanas de la Asociación de Instituciones Misioneras Laicas, fundada en los años 60 en Indonesia, atienden a niños discapacitados y gravemente enfermos. Durante la media hora de visita del Pontífice, las sonrisas de la espontaneidad del medio centenar de niños presentes (pero también de las religiosas), que se lanzaban en medio de la sala o sobre el regazo del Papa para pedirle una bendición, se alternaron con la emoción, con la caricia de Silvano, de siete años, aquejado de una gravísima enfermedad neuromotora, y las lágrimas, cuando -al salir de las instalaciones- Francisco saludó uno a uno a madres y padres desesperados que sostenían en brazos a niños hidrocefálicos o con retraso cognitivo.
Páginas del Evangelio hechas carne con un Papa emocionado ante un sufrimiento frente al que -como ha dicho en tantas ocasiones- sólo hay lágrimas y no explicaciones, pero al mismo tiempo sonriente al ver la emoción irrefrenable de una población con una fe profunda que no mira cordones de seguridad ni protocolos sino que sólo quiere tener una bendición del Sucesor de Pedro.
De nuevo hoy, como ayer a su llegada, el recorrido desde la Nunciatura hasta Casa Irmãs Alma estuvo marcado por cordones incontenibles de personas en las calles que, con gritos, banderas, aplausos, lágrimas y saltos de alegría, saludaron el paso del coche papal. El impacto fue fuerte a la entrada de la Casa, adornada con flores, alfombras rojas, una extensión de regalos, rosarios, estatuas de la Virgen de Fátima, con una niña de menos de cinco años, focomélica, que junto con otras dos niñas de la misma edad vestidas con ropas tradicionales y una coronita le dieron la bienvenida y le honraron con un tais, el pañuelo tradicional timorense. Francisco la abrazó y le colocó rosarios y caramelos en el cinturón, mientras una monja, en un gesto de cariño como los muchos que jalonan la vida diaria en la Casa Irmãs Alma, le ajustaba la charretera bajada. Entonces el Papa se dirigió a sus colaboradores: «¿No se puede hacer algo por ella? ¿Podemos operarla?», preguntó.
Son enfermedades incurables, de hecho, las que padecen la mayoría de estos niños, y es exasperante ver que no se ha podido intervenir en enfermedades curables durante el embarazo, debido a la pobreza y a la escasez de medios médicos. Lo único que queda ahora es el amor por estas personas completamente ciegas, autistas, discapacitadas, con síndrome de Down.
Antes de despedirse y ser ‘atacado’ por monjas y niños que se arrojan a sus pies para besarle las manos y despedirse, el Papa Francisco deja en la Casa un regalo: una estatua de la Natividad. “Miren con atención: San José cuida a la Virgen, y la Virgen cuida a Jesús. La persona más importante es la que más se deja cuidar: Jesús se deja cuidar por María y José”. , la presenta. “No lo olvidéis: debemos aprender a dejarnos cuidar, todos, como ellos se dejaron cuidar. Gracias”. El Papa también firma la placa por los 60 años de fundación de la congregación de Alma y luego se dirige hacia la salida. Un cordón de padres le espera cerca del coche. Los llantos, los gritos, los gritos de “Papá…Papá…” se escuchan desde antes. Son personas afligidas por el sufrimiento de sus hijos. Muchas mujeres se arrodillan ante el Papa; una, con las manos entrelazadas, hunde la cabeza en su bata; un padre se desmaya y la seguridad lo ayuda rápidamente; una madre, menos joven que las demás, inclinada hacia adelante por el peso del bebé hidrocéfalo que lleva en una bolsa, llora en la mano del Papa Francisco. Mira en silencio, cierra los ojos, da su bendición, coloca su mano sobre las frentes que aparecen ante él. En esta ocasión no hay palabras: sólo lágrimas. Las del corazón.