La devoción de la Divina Misericordia recibió un gran impulso en el pontificado de San Juan Pablo II. El Papa proclamó la “Fiesta de la Divina Misericordia” el 30 de abril de 2000 que se celebraría todos los años el primer domingo después de Pascua.
Este año la fecha de esta fiesta es hoy domingo 11 de abril de 2021, fecha en que como creyentes debemos interpelar nuestro actuar y modo de vivir en un país hundido en la ignorancia, la pobreza y la desesperanza. Trabajando por otros es como descubrimos que la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene de lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón y que no aprueba ni es feliz con las desigualdades que como seres humanos hemos creado a nuestro alrededor.
Misericordia es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros, visible y tangible; es un amor sin límites. Su grandeza se manifiesta en la pequeñez y en la ternura que no nos pide grandes discursos sobre el amor, sino hacer pequeños gestos concretos en comunión con Él. Todo sufrimiento humano merece absoluto respeto y exige respuesta, indudablemente, en cada país hay heridas específicas, tanto físicas como espirituales y todas ellas han de ser sanadas y vendadas.
En Honduras, un país donde la desigualdad y la concentración del poder económico se centra en un pequeño porcentaje de la población, da origen a que la mayoría de los hondureños vivan en la marginalidad y vulnerabilidad, esta situación exige un compromiso personal para manifestar la misericordia eterna de Dios provocando cambios reales en la vida de los pobres de cuerpo y alma.
Es por eso que al inicio de esta editorial destacamos que la Misericordia de Dios es amor en acción, no es una idea abstracta, hombres y mujeres estamos llamados a hacer nuestra parte. Practicar las obras de misericordia corporales y espirituales, será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina, aspirando a sacar del abismo a cuanto compatriota necesite de nuestra ayuda.
La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.