Editorial |Nuestra voz |¡Del Cuerpo y la Sangre de Cristo viene la esperanza para vivir y servir!

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La Solemnidad del Corpus Christi pone fin a las solemnidades que acompañan el final de la Pascua: tras la Ascensión de Jesús al cielo, hemos celebrado la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los Apóstoles en Pentecostés y seguidamente, la gloria de la Santísima Trinidad el domingo anterior. Hoy celebramos y damos gracias con alegría desbordante por la verdadera y realmente presencia de Cristo, bajo las apariencias del pan y del vino, de su cuerpo y de su sangre gloriosas; conocida como Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Desde el siglo XIII celebramos esta fiesta como una expresión de la fe eucarística de la Iglesia: “Al Salvador alabemos, que es nuestro pastor y guía.

Alabémoslo con himnos y canciones de alegría” escribió Santo Tomás de Aquino en la secuencia Lauda Sion, porque hoy esa Presencia ocurre gracias a un cambio que sucede en el altar en tiempo real, al momento en que el Sacerdote, durante la Consagración en la Misa, dice las palabras que el mismo Cristo pronunció sobre el pan y el vino: “Este es Mi Cuerpo”, “Esta es mi Sangre”, “Hagan esto en memoria Mía”, en ese instante lo que antes era pan y vino sufre una transformación, llamada por la Iglesia, transubstanciación o cambio de sustancia.

Su Pascua, el misterio de su pasión, muerte y Resurrección, no terminó, sino que participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene presente valiéndose de esos dones sencillos, del trigo y de la uva, para que podamos venerar en ellos al mismo Cristo. San Josemaría explicaba que la Eucaristía es un milagro del amor que dura para siempre: “Este es verdaderamente el pan de los hijos: Jesús, el Unigénito del Eterno Padre, se nos ofrece como alimento. Y el mismo Jesucristo, que aquí nos robustece, nos espera en el cielo como comensales, coherederos y socios, porque quienes se nutren de Cristo morirán con la muerte terrena y temporal, pero vivirán eternamente, porque Cristo es la vida imperecedera” decía el Santo.

El banquete eucarístico nutre a los fieles con el Cuerpo y la Sangre del Cordero divino, inmolado por nosotros y nos da la fuerza para seguir sus huellas (Cfr. 1 Pe 2, 21), no es un simple recuerdo, sino un hecho, en donde Jesús es el modelo perfecto de amor, aquel a quien debemos y podemos recurrir en tiempos de angustia y desesperanza, para pedirle que nos inspire a ser generosos, entregados, de corazón grande y así ser testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana.

No hay mejor terapia para la desesperanza que participar del Misterio Eucarístico, abrir los ojos y ver que es posible vivir al servicio de la caridad para el prójimo, fiándonos de Dios y ofreciéndonos a nosotros mismo en tareas de servicio, a través de una transformación personal que nos impulse a llevar la presencia amorosa de Cristo a nuestros hogares y comunidades.

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