Desde hace muchos años la Conferencia Episcopal de Honduras instituyó el mes de agosto como el tiempo para meditar y tomar acciones que ayuden a consolidar al matrimonio como núcleo y la familia como célula primera que da estructura y sostén al tejido social llamado sociedad hondureña.
Es bastante probable que al insistir y centrar la atención en los fracasos matrimoniales tan dolorosos y reales creados por el estrés cotidiano, ritmos de vida acelerados, los cambios sociales que van en aumento han influido en percibir de manera distorsionada lo que en realidad acontece al interior de la célula primigenia llamada familia, al poner más el acento en las dificultades que en la plenitud de vida de un matrimonio sano que siguen trabajando y cuidando su relación a fin de llegar a buen puerto, descubriendo que el matrimonio es algo más que un contrato matrimonial.
Gracias a las familias que permanecen fieles a las enseñanzas del Evangelio, se hace creíble la belleza del matrimonio indisoluble y fiel para siempre. Y a pesar de que las palabras amor y matrimonio en la actualidad, poco a poco han ido perdiendo el prestigio social de antes y que son conceptos considerados pasados de moda, sin valor, no se puede negar que la familia sigue siendo el valor más apreciado en nuestra sociedad.
Para muchos es una fantasía o ilusión pretender resaltar al matrimonio como eje y motor del núcleo familiar, como vocación de un amor adulto y responsable entre dos; una vocación a la que responde la mayoría de los hombres y mujeres que ven en el matrimonio y la familia una forma de disfrute de la felicidad plena; una felicidad tejida con las dificultades propias de la vida humana, una relación entre el hombre y la mujer que refleja el amor de Dios de manera completamente especial; un vínculo conyugal que asume una dignidad divina e incalculable; pero la experiencia de muchísimas parejas da pie a insistir y destacar que ser feliz y pleno es posible y que no es una utopía.
Es importante destacar que como cristianos católicos tenemos la responsabilidad de fortalecer el matrimonio y sembrar en los jóvenes la idea de que este es un plan de Dios para la felicidad de hombres y mujeres; la formación debe acentuar la belleza del compromiso para navegar seguro hacia el servicio a Dios, sin poner en primer lugar las dificultades y deberes de una decisión de vida, no implica mentir pero si poner en la justa medida cada elemento que permita descubrir la belleza y grandeza de un sacramento que imprime carácter entre los llamados a esa vocación.
En conclusión, el matrimonio y por añadidura la familia es un trabajo compartido, es una eterna aventura, un constante movimiento, una decisión diaria, un proyecto en construcción. No perdamos el ánimo ni el empeño por mantener “viva” la relación de pareja para que toda la familia sea receptora de su vitalidad, según el maravilloso y perfecto plan de Dios: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.”(Mateo 19, 6)