En estas Honduras, cada semana, sino cada día, somos testigos de la degradación humana. Cuando pareciera que tocamos fondo, aparece un nuevo episodio de esta saga de lamentable desprecio por el valor de la persona, de cada persona y de toda persona. Si hay una cosa que deberíamos de pedir todos los días, es no acostumbrarnos a sumar muertos, a que nos sea indiferente un feminicidio, una masacre, un acto de corrupción. Los últimos feminicidios, para el caso, nos has dejado una situación de inestabilidad emocional y de frustración muy grande.
La muerte de Keyla Patricia Martínez Rodríguez, escribo el nombre completo para que se note que no debe ser un caso anónimo, es uno más, dolorosamente, que se suma al abuso de poder y el pésimo ejercicio del actuar de algunos de los miembros de los cuerpos de seguridad del Estado. Hay dos cosas que deben llevarnos a la reflexión, ponderada y desapasionada de esta situación en particular. Primero, es completamente incorrecto e injusto, culpabilizar a la víctima por lo que ha ocurrido. Nada, absolutamente nada justifica la muerte de nadie. Si somos personas que estamos en contra del aborto, en positivo, que defendemos toda vida en todas las circunstancias.
Cuando se escuchan comentarios queriendo excusar lo ocurrido porque el hecho le sucede con personas que no estaban cumpliendo con la normativa vigente o por cualquier otra razón, nos damos cuenta que se nos ha ido de la mano todo esto. Por otra parte, que igualmente enerva, es darnos cuenta que, queda muchísimo por hacer a nivel de la práctica profesional y ética de los órganos de seguridad. No es fácil, hay que admitirlo.
Casi diríamos que es ir en contra de una manera de proceder, de una subcultura de encubrimiento, de manipulación y de justificación, que en mucho ha permeado a las instituciones en general. Los policías no la tienen fácil porque tampoco es que se enfrentan a cualquier enemigo, pero el enemigo más peligroso lo tienen dentro. Saber limpiar la podredumbre de cualquier institución genera mucho dolor, mucho sacrificio, pero se debe pensar en las víctimas más que en los victimarios. La Iglesia ha sufrido mucho en los últimos años producto de una crisis mal manejada, de encubrimiento y de negación, con el tema de algunos sacerdotes que han abusado de menores.
Investidos de una supuesta autoridad, la policía, como lo estamos haciendo nosotros, debe replantearse bien su manera de proceder, debe estar dispuesta a crear mecanismos que impidan que personas desequilibradas entren a formar parte de sus filas y deben extirpar todo lo que de ponzoñoso haya entre ellos. Lo más difícil es que entiendan que los que están al mando y no han hecho lo debido: deben renunciar. No se puede actuar como si esto es un caso aislado o como que la gente la tomó en contra de ellos. Hay una manera de actuar que debe terminarse para que se salve la institución y sobre todo la vida de otras personas.