En estos días, preparando un poco lo de mi intervención en el VI Congreso Arquidiocesano de la Familia, me vi obligado a volver a lo que para mí es una de mis pasiones preferidas: revisar los archivos eclesiásticos.
Cuando estoy escribiendo estas líneas, aún no he dado mi charla, pero desde ya puedo asegurarles que lo que ahí voy a decir, si Dios lo permite, será mucho menos de lo que he preparado. Si tuviera el tiempo me dedicaría a escribir sobre nuestra historia eclesiástica de la que poco se conoce y se supone muchísimo. Lamentablemente, sobre todo para mis feligreses, tengo responsabilidades anteriores como mis clases en el Seminario o la Vicaría de Pastoral. Volviendo a lo que quiero comentarles, me parece tan necesario conocer mejor lo que hemos atravesado como país y como Iglesia. Ignorar o desconocer nuestra historia provoca que nos parezca que las acciones de nuestros políticos y líderes en general, es única y auténtica.
Todo lo que estamos viviendo a nivel mundial tiene unas raíces que a veces nos desconciertan, pero ignorarlas, no nos va a liberar de sufrirlas. Cierto es que hay acontecimientos que nos dejan boquiabiertos como todo lo que está pasando en Nicaragua, pero tampoco debería de extrañarnos tanto cuando recordamos de dónde viene todo esto y quiénes son sus actores principales. Si se consuma la barbarie de expulsar a los sacerdotes extranjeros de Nicaragua sencillamente volveríamos a las practicas dictatoriales que se perpetraron durante la Reforma Liberal y que respondían al mismo patrón de siempre: callar las acciones, más que las voces, de aquellos que no se pliegan ante los poderosos de turno.
Esto nos ha pasado a nosotros también. No somos ajenos a este tipo de comportamiento. En todo caso, el discurso de los políticos prueba reiteradamente, aquí como allá, que es el resultado de una conciencia vacía queriendo encontrar valor llenándose los bolsillos con lo ajeno. A los dictadores, de derecha o de izquierda, siempre les será común la manipulación de lo religioso y la búsqueda de acallar las voces y la presencia de los que actúan en conciencia y les dicen la verdad.
Seguimos empantanados en lo que siempre nos ha dividido. Seguimos defendiendo lo indefendible y corrigiendo desde la creencia que la única manera buena de hacer las cosas es la nuestra. Seguimos siendo un pueblo gobernado por caudillos que piensan que la hacienda pública es su patrimonio personal. Seguimos queriendo sostener la economía en base a préstamos y no a producción. Seguimos ahogando el diálogo, porque nos gusta escuchar nuestra propia voz y cerramos los oídos ante cualquiera que nos quiera hacer comprender que nos equivocamos, porque pensamos que es un enemigo, cuando probablemente deberíamos de considerarlo nuestro mejor aliado. Seguimos sin hacer uso correcto de las leyes y sin meter presos a los que deberían estarlo y no gobernando.