Al irse acercando el final de la Pascua, la liturgia de la Palabra insiste mucho en estos días en recordarnos la importancia del Espíritu Santo en nuestra vida, en la vida de nuestras comunidades, en la vida de la Iglesia en general. Sin el Espíritu Santo la Iglesia no sería lo que está llamada a ser.
Sin el Espíritu Santo no habría Iglesia. Bien es cierto, que de las tres personas de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo es el gran desconocido. Incluso es sintomático, que las herejías de los primeros siglos, que aún siguen circulando en nuestros ambientes en alguna de las sectas que se atreven a llamarse cristianas sin serlo, los herejes se centraron mucho en la figura de Jesús, del Verbo Encarnado. Se ponía en juego grandemente, el tema de la Redención, el tema de nuestra justificación, de nuestra salvación.
Fueron varios siglos de lucha, hasta que la Iglesia, definió claramente que Jesús era verdadero Dios y verdadero hombre. Con ello, se salvaba nuestra redención y todo quedaba ordenado al fin último de su encarnación que era la salvación del género humano. Sin embargo, el Espíritu Santo siguió siendo el gran desconocido al punto que si analizamos detenidamente las herejías que algo tuvieron que ver con Él, como el Macedonianismo o el Sabelianismo, demostraban una grandísima ignorancia, porque al hablar del Espíritu Santo lo único que comprendían era que era el espíritu de Dios. Sin atribuirle el grado de la divinidad.
El Consolador, el Espíritu de la verdad, el Paráclito, el Señor y dador de vida, el Espíritu del Padre y del Hijo, el amor en la Santísima Trinidad, son solo algunos de los términos con los que pretendemos acercarnos a este misterio. El Espíritu Santo es la garantía de la cercanía de Jesús con nosotros. Es por eso que debemos invocarlo y pedirlo muchísimo esta semana. Como lo hizo la Iglesia naciente antes de recibirlo en Pentecostés, nosotros también debemos implorar su venida para que sepamos mantenernos firmes en la fe, alentados en la esperanza y sostenidos por la caridad. Nuestro mundo está amenazado, la Iglesia está amenazada y cada uno de nosotros debe estar dispuesto a responder, sin violencia pero desde la verdad.
Precisamente en esto es donde se debate el futuro no solo de cada uno de nosotros, o de la Iglesia, sino del mundo entero. Quizás por efecto de los avances tecnológicos y de los medios de comunicación tenemos que admitir que nunca hemos estado más incomunicados. Es imposible la comunicación si no se sostiene en la verdad. La verdad es lo único que realmente debe comunicarse. Una mentira, aunque se repita muchísimas veces, no será nunca legítimamente una comunicación. Nuestro mundo, nuestro ambiente está lleno de demasiadas mentiras y nos estamos acostumbrando a tragarnos esas mentiras, casi me atrevería a decir, a preferirlas. Necesitamos el Espíritu de la verdad para que ningún político, ninguna ideología, ningún discursito barato nos engañe.