Reflexión | Esperanza

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Columnista Semanario Fides, Portavoz C.E.H y arquidiócesis de Tegucigalpa

Superada la mitad del mes de junio, mes del Sagrado Corazón de Jesús, me parece muy oportuno levantar la mirada hacia los eventos que vienen en camino a nivel de Iglesia universal y de Iglesia particular., Son cosas que algunos quisieran quedarse solo en los libros de historia pero que no se trasladasen a la oportunidad bella de poderlos actualizar, y al mismo tiempo, confrontar con nuestro presente. Para el caso, a mí me resulta sumamente importante y de verdad, creo que no le hemos dado toda la importancia que se merece, se desarrollará el próximo mes de octubre en Roma, la asamblea con la que se cierra este sínodo sobre la Sinodalidad que el papa Francisco ha impulsado con tanto amor. Lo que parece que ocurrirá, una vez más en la historia de la Iglesia, es que la valoración más fiel, si se quiere, de lo que el santo Padre está proponiendo, lo comprenderemos, o lo comprenderán, muchos años después. Sin embargo, creo que el espíritu de sinodalidad no puede ser reducido a una serie de discusiones que se están quedando, o que algunos quisieran que se quedase, a nivel de los padres y madres sinodales, sino que, efectivamente debería trasladarse a nuestra manera de ser y proceder.

La Sinodalidad, el espíritu sinodal, debería definirnos como Iglesia y al mismo tiempo servir como un modelo de lo que el mundo puede y debe ser. Además, a finales de este año 2024 comenzaremos a vivir el Jubileo de la Esperanza. Sé que para algunos los nombres que se le dan a estos eventos pueden ser captados como si se tratase de un eslogan publicitario, pero en nuestro caso actual, es más que evidente, la inmensa necesidad que tenemos de vivir la esperanza como una legítima virtud humana y teologal.

Humana, porque sin duda necesitamos de esa fuerza que impulse nuestra confianza en mejores destinos, en un futuro distinto. En el corazón de todo ser humano hay un ansia de progreso, de legítimo desarrollo. Pero también es muy cierto que necesitamos de alguien, con mayúscula, que le dé sentido a todo lo que anhelamos, que lo oriente y que le sirva como meta, como destino. Esto, en ningún momento está coartando nuestra libertad o sumiéndonos en un determinismo inútil y ciego. Al contrario, nos recuerda la importancia de un mundo que tenga norte y que aspire a algo más que “ir pasando”. Nuestro pueblo, nuestro mundo, nuestras familias y cada uno de nosotros necesita vivir de la esperanza.

Necesita vivir con esperanza. Dicha esperanza, su realización, no se alcanzará si seguimos depositando nuestra confianza en las armas, en los que han hecho del ejercicio del poder una hacienda particular y mucho menos del egoísmo y la soberbia campantes con las que muchas veces nos desenvolvemos. Quiera Dios que no nos vayamos solo a atravesar “Puertas Santas” en este Jubileo, sino que abramos las puertas de una iglesia sinodal que maduramente asume el reto de ser iglesia en salida y no una aduana.

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