Esta semana estará marcada por varios acontecimientos sumamente importantes para cada uno, individualmente, y como miembros de una comunidad en particular: la Iglesia. En el año 1300 el Papa Bonifacio VIII que sufría con profundo dolor la crisis que experimentaba la Iglesia en ese momento producto de las divisiones, los fanatismos y los intereses e influencia de los poderes civiles de la época tuvo la genial idea de implementar en la Iglesia, los años jubilares. Al igual que lo hizo en su momento, Bonifacio VIII, el papa Francisco ha convocado a este sínodo ordinario del 2025, iniciándole en la víspera de Navidad del 2024.
El gesto es muy llamativo, porque el júbilo, la alegría que produce la conmemoración del nacimiento del Redentor, no tendría sentido si esto no apuntara a que nuestra vida cambie, porque no puede haber alegría sin perdón, sin reconciliación. Para eso se encarna el Verbo de Dios, para reconciliarnos con su Padre y entre nosotros. Aunque en nuestras diócesis no se abrirán “Puertas Santas”, sí se abrirán puertas de misericordia porque la indulgencia inherente al año jubilar es una puerta que se abre en el corazón misericordioso de nuestro Señor.
En cada diócesis habrá lugares de esperanza, lugares de misericordia, lugares de peregrinación para que, puestos en camino, física y, sobre todo, espiritualmente, nos atrevamos a dejarnos tocar por una esperanza que no defrauda, que no confunde. El Santo Padre, que tiene como uno de sus temas recurrentes precisamente el de la esperanza, nos ha regalado un pequeño tratado del sentido de esta virtud teologal, que tan poco entendemos y mucho menos, practicamos.
Creo que es justo y está muy justificado el que haya querido y, sobre todo, la manera que ha querido proponer este itinerario jubilar anclado en esta bella virtud. También, es muy llamativo que haya recordado que esta virtud está vinculada a otra igualmente importante y muy necesaria: la paciencia. En esta nuestra patria la paciencia necesitamos ligarla a la esperanza, porque somos demasiado pacientes, casi diría que aguantadores, pero no tenemos una esperanza cierta y confiada.
Vivimos en un ambiente cargado de sospecha y sin confianza de unos para otros. Con una cierta ingenuidad, que no me la creo del todo, tendemos a seguir poniendo un grado de esperanza en el accionar de las fuerzas políticas, en los candidatos de turno. Pareciera que nunca aprenderemos. No se trata de tener una dosis de realismo sino de asumir que la esperanza es virtud teologal y por lo tanto solo alcanza su madurez legítima cuando está firmemente sustentada en Dios. Eso no implica, ni remotamente, desentenderse de las realidades temporales sino de ordenarlas a un fin supremo, a valores perennes y no a intereses de grupo egoístas y manipulables. Frente al Niño que nace y el jubileo que se abre renovemos nuestra esperanza, en Aquel que da sentido a todo.