Un doble milagro encontramos hoy en la narración gozosa de este domingo: la niña resucitada y la mujer curada de una grave hemorragia. Se trata de dos hijas de Israel que son objeto del poder sanador y reanimador del Señor. Las escenas son maravillosamente desarrolladas; desde la multitud aparece Jairo, el padre de la niña que morirá, solicitándole a Jesús su acción sanadora. Él es víctima, como tantos, de la tragedia humana que produce la enfermedad. Es uno de los tantos infelices que rodean a Jesús, pero buscará la manera de robarle al propio Dios esa dosis de felicidad que le hace falta.
E igual, está una mujer que sale desde la misma muchedumbre. Ella está con una hemorragia que le hace sufrir físicamente y le causaba, según la ley bíblica (Lv 15,25), otra grave enfermedad espiritual: la de la impureza ritual y social. Estaba, pues, prohibido cualquier contacto humano con ella. Con la niña, a través de un gesto y dos palabras, se opera el milagro: Jesús toma de la mano a la niña y pronuncia las palabras en su lengua, el arameo popular “¡Talitá kum!” (niña, a ti te lo mando, levántate). Sin actos mágicos, largos rituales o enredados malabarismos de palabras o gestos, Él le devuelve la vida, llevándonos a nosotros, lectores, a comprender que más que el milagro mismo, hay una realidad divina en Jesús, indiscutible, que debemos aceptar. Como dice el cántico de Ana, la madre de Samuel, “solamente el Señor hace morir y hace vivir” (1Sm 2,6).
Con la mujer hemorroísa, aquella que era intocable por su condición de impura, por un acto mágico del tacto, queda curada, pasando así al brote pleno de la fe límpida. Por eso, Jesús busca quién lo ha tocado, para manifestar la curación completa, ya que por su fe, la mujer no sólo quedará curada, sino también salvada. En efecto, Jesús llamándola tiernamente “hija”, le dice: “¡Tu fe te ha salvado, queda curada de tu enfermedad!”.
Con los dos milagros de hoy, vemos cómo “Dios no goza de las ruinas de los vivientes, Él ha creado todo para la existencia” y no para la muerte. Jesús es ese Dios que hace renacer la salud, la alegría, en una palabra: la vida, para quienes, por los aconteceres de la propia historia, sólo la pueden lograr a través de Él.