Nos seguimos encontrando queridos lectores en la profundidad del misterio de la Pascua. Jesús de Nazaret, el crucificado bajo el poder de Poncio Pilato “Ha resucitado de entre los muertos”. Con el Evangelio de este domingo, se ofrece uno de los frutos de esa victoria, el poder de Cristo que es superior al poder del pecado y de la muerte a través del perdón. El río demoledor del mal tiene menos fuerza que el agua fecundadora del perdón: “En donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20).
El misterio de su cruz y resurrección interpretado y anunciado hoy en esta Buena Nueva, afirma que la cruz es el más profundo inclinarse de Dios sobre el hombre y sobre lo que el hombre llama su infeliz destino. La cruz es cómo el eterno amor divino ha tocado las heridas más dolorosas de la existencia terrena de la humanidad, cumpliendo así todo lo que el Mesías debía de realizar en su misión. Así lo afirma el final del texto evangélico de hoy: “En su nombre serán predicados a todas las gentes la conversión y el perdón de los pecados”.
En efecto, en la dimensión divina de la redención obrada por la muerte y resurrección de Jesús, el Señor no se realiza solamente en el hacer justicia del pecado, sino y sobre todo en restituir al amor esa fuerza creadora en el hombre, gracias a la cual Él nuevamente tiene acceso a la plenitud de vida y de santidad que sólo puede venir de Dios. Es por eso que hoy debemos pedir que se cumpla en nosotros lo que el propio Resucitado ha hecho con su pequeña comunidad de apóstoles: “Entonces el abrió la mente a la inteligencia de las Escrituras”.
No comprender el alcance de la muerte y resurrección de Jesús es seguir viviendo en la ignorancia, que en este caso nos lleva al no progreso de la vida cristiana en su plenitud. El dicho de los Padres de la Iglesia resuena también para nosotros hoy: “La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo”. Y, tan grave situación nos impide celebrar a plenitud el gozo renovado de su santa resurrección de entre los muertos.