Para todo peregrino que visita Jerusalén normalmente deberá atravesar el estupendo oasis de Jericó, que tiene un ancho de 5 kilómetros, anclado en el territorio árido y casi con superficie lunar de la cuenca del Jordán a 300 metros bajo el nivel del mar. En este contexto geográfico el Evangelio de hoy señala que Jesús se para ante un sicómoro, árbol de origen africano cuyo fruto es dulce parecido al higo.
Aquí se dio el encuentro con Zaqueo, un detestado cobrador de impuestos romanos, una categoría social que Jesús ya había hecho protagonista en la parábola del domingo pasado. El nombre de Zaqueo era la forma griega del hebreo Zakkai, nombre llevado por uno de los oficiales de Judas Macabeo (2M 10,10), el que había guiado a Israel a la rebelión contra la opresión sirio-griega de los seléucidas, en el 167 a.C. El Zakkai de Jericó está buscando ver a Jesús tal vez cansado de su mala vida. La narración evoca el itinerario de uno que busca algo, importándole poco hacer el ridículo al tener que subirse a un árbol, su necesidad le hace buscar la meta de cualquier forma.
La mirada de Jesús que dirige a este hombre pequeño subido al árbol, señala el inicio de un verdadero viaje espiritual, el que tiene como meta la salvación: “Baja en seguida porque hoy tengo que hospedarme en tu casa”.
Este “viaje” es la historia de uno que se convierte radicalmente, “no deja para mañana la urgencia de su transformación interior”. El buscar y encontrar a Jesús no le deja indiferente, algo le tocó hasta el fondo de su ser, algo le hizo ver la luz y despuntó como la aurora la nueva vida. En verdad con Zaqueo, el “Hijo del Hombre” que vino a buscar y salvar cumplió su objetivo. Con quince vocablos de una auténtica conversión en lenguaje bíblico se expresa esa imagen maravillosa de un retorno del hombre hacia Dios.
El Reino de Jesús que ha llegado, manifiesta con precisión que Jesús ha venido a buscar a los rechazados por la sociedad de su tiempo, a los delincuentes y pecadores, para anunciarles el tiempo de la gracia liberadora con la que Dios cumple sus promesas de salvación. Dios es el Dios de la vida, un Dios que siempre crea y ama, un Dios eternamente confiado respecto a sus criaturas, un Dios que tiene la pasión del perdón.