
Viviendo el Año Jubilar, todos quisiéramos ir a Jerusalén, Ciudad Santa para cristianos al igual que para judíos y musulmanes. Allí se dice que Abrahán preparó el altar para sacrificar a su hijo Isaac, pero Dios probando la obediencia del patriarca, le ofreció en vez de su hijo un carnero en sacrificio. Con la primera lectura de Gn 15, Abrahán presenta ofrendas de animales para el sacrificio de alianza y dentro de la densa y terrorífica oscuridad, como señala el texto, Dios consumió todo con la llama poderosa de fuego. Así, la liturgia de la Palabra del segundo domingo de Cuaresma, está envuelta en la luz divina con la que Dios envuelve a su Hijo, prefigurada en la primera “epifanía” contada por la primera lectura (Gn 15,5,12.17-18). Al igual que cuenta el Génesis, al sueño de Abrahán le acompañó una oscuridad terrorífica, densísimas tinieblas… símbolo de la experiencia de muerte que debería vivir por igual la verdadera víctima del sacrificio: Jesús, el mediador de la nueva y definitiva “Alianza”. Del sueño de Abrahán al sueño de la humanidad, que espera en el Mesías la definitiva realización de las promesas dadas al pueblo, pero que están precedidos por el drama doloroso del camino oscuro y terrorífico de la cruz. De aquí que el relato conocido como la “transfiguración”, que traduce al griego “metamorfosis”, Jesús recibe la palabra de Moisés y Elías, que como representantes del Antiguo Testamento, le aseguran que Él es el que cumple definitivamente la Ley y los Profetas, ¡No hay otro! Pero. previo a este diálogo el Padre ha querido envolverlo con la luz cándida y resplandeciente del sol que se levantará victorioso la mañana de la resurrección, cerrando la escena no con las palabras de los enviados Moisés y Elías, sino con sus propias palabras de garantía celestial “¡Éste es mi Hijo, el Elegido!”. Manifestación de Dios para el Mesías que le asegura que Él deberá seguir adelante hasta el final y manifestación para Pedro, Santiago y Juan, representación del nuevo Israel, que deberá ver en el misterio de Jesús de Nazaret, quitado el velo y las orlas de su humanidad, la verdadera divinidad que le acompaña y que pronto se manifestará definitivamente, porque lo de hoy sólo es un pequeño resplandor.