El viento y las olas impetuosas crearon un gran temor que envuelve la escena evangélica de este domingo; nada que ver con el domingo pasado donde el mismo Pedro que hoy se está hundiendo en las aguas del mar, había pedido más bien construir tres chozas por lo bien que estaban allá en la cumbre del monte de la transfiguración.
De la cumbre espiritual vivida en el Tabor ahora los discípulos descendidos a la cotidianidad experimentan la realidad a veces contraria a la vida. Pero incluso cuando aquí la violencia de la naturaleza y la amenaza latente de la muerte, para la Iglesia representada en esos primeros discípulos que están sobre la barca, aparece la voz serena de Cristo en una especie de aparición pascual: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”.
El pasaje entonces, se convierte en el signo de un encuentro de Cristo Señor, con su Iglesia en dificultades y con poca fe representada por su portavoz Pedro. Es una escena de profundas y maravillosas experiencias de fe para el creyente de todos los tiempos. Narración rica de detalles: la mano de Cristo, Señor glorioso se extiende no sólo sobre Pedro que se hunde, sino sobre todas las fuerzas del caos y del mal, sosteniendo con la fe la debilidad de sus discípulos. Esa mano entonces, extendida hacia Pedro no es sólo su salvación sino también la nuestra.
Aquí cabe muy bien recordar la célebre frase del autor de la Carta a los Hebreos: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (13,8). Todo ocurre en el marco temporal de la noche, oscura como nunca seguramente para los discípulos. Pero, ésta no será eterna, hacia su final señala Mateo, Jesús vino hacia ellos caminando sobre el mar… La narración de este domingo, tiene como centro una epifanía de Cristo que se revela con la misma definición divina del Sinaí: “¡Yo soy el que soy!”, “¡Ánimo, soy yo!”; pero se cierra con el broche de oro por medio de la cual, Pedro profesa su fe en nombre de todos: “¡Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios!”.
La turbulencia y la perturbación interior vivida por los discípulos de Jesús, ahora se vuele confianza y quietud, es cómo si afirmaran que si tú estás conmigo nada he de temer… Una vez más podemos citar al respecto en el Salmo 23: “Aunque fuese por valle tenebroso, ningún mal temeré, pues tú vienes conmigo” (v.4). Y es que para el hombre de la Biblia, el temor por las “grandes aguas” le es inevitable, ya que éstas le son signo del mal, de la nada, de lo demoníaco.